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CajaRifton, Nueva York, 19 de abril de 2017. «Ahora sé el significado de lo que en verdad es "descanse en paz".» Una lágrima atravesó el rostro curtido por la historia del anciano, mientras nos abrazaba a mi hermano y a mí. Sonriendo, añadió: «Esto es paz». Mi padre había muerto tres días antes, y el Dr. John Perkins, un héroe en la lucha por los derechos civiles y fundador de la Christian Community Development Association (Asociación para el Desarrollo de la Comunidad Cristiana), había venido desde Misisipi para rendir tributo a su viejo amigo y compañero de lucha en la acción por la paz. Nos reunimos alrededor del cuerpo de mi padre, delante del misterio de la vida eterna. Descansar en paz es la recompensa por la obra en la vida.
Mi padre, Johann Christoph Arnold, fue muchas cosas: un pastor, un anciano del Bruderhof, un veterano de la lucha por la paz y la reconciliación a través del perdón, un guerrero en la lucha por vivir el evangelio y amar a su prójimo.
Su velorio era un reflejo de su obra en vida. La gente llegaba a torrentes a la habitación: familias del Bruderhof con sus niños, ancianos llevados en sillas de ruedas, compañeros de trabajo en el ministerio, cientos de estudiantes. Los vecinos que él había visitado estuvieron presentes, junto con contratistas y plomeros, doctores y enfermeras, políticos y multitudes de hombres y mujeres de varios departamentos de policía y los servicios de emergencia. En medio de todos ellos, el cardenal Timothy Dolan entró de repente para dar abrazos, hacer una conmovedora oración por el fallecido, y compartir memorias divertidas de su trabajo junto a mi padre por el Señor, y también de su mutuo gusto por la salchicha alemana y la cerveza.
¿Cómo puedes describir la esencia de un hombre que vivió por inspiración del Espíritu Santo? En este justo momento mi padre me hubiera interrumpido con un: «¡No soy un santo! No me describas como un santo». Es verdad, con su bastón de andar en mano, y su estilo directo y franco, papá fue más como un profeta que un santo. Fue un pilar: una columna fiel y constante, digno de confianza, determinado y firme, sin temor del viento ni del clima. Una vida como la suya, vivida en una fe primordial en Cristo, resulta a la vez demasiado simple y demasiado profundo para explicar. Al tratar de capturarla se acaba con ella: se vive, y su intensidad consume cualquier imagen que se preserva como leyenda. Es un retrato difícil de pintar, y no soy pintor. Pero puedo garabatear jeroglíficos.
J. Heinrich Arnold II es asistente médico, profesor y pastor. Vive con su familia en Woodcrest, una comunidad Bruderhof en el estado de Nueva York. @JHeinrichArnold
Orígenes
En 1936, Johann Heinrich Arnold y su esposa, Annemarie Hedwig Wächter, huyeron de la opresión nazi en Alemania hacia Inglaterra, donde nació mi papá en 1940; fue el tercero de nueve hijos. (Eberhard Arnold, mi bisabuelo, había fundado el Bruderhof en 1920 junto con mi bisabuela Emmy y su hermana Else von Hollander.)
Muy pronto, mis abuelos y sus hijos tuvieron que dejar Inglaterra, junto con el resto del Bruderhof. Los alemanes fueron considerados como extranjeros enemigos. Atravesaron el Atlántico por barco, en un océano infestado de submarinos, y se establecieron en las junglas del Paraguay, donde los miembros de la comunidad forjaron su vida de la agricultura y las artesanías. Mi padre fue formado por la dureza y la perseverancia requeridas por esa infancia pionera.
La base de su crianza fue el quinto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor tu Dios te lo ha ordenado, para que disfrutes de una larga vida y te vaya bien en la tierra que te da el Señor tu Dios» (Deuteronomio 5:16). Ahora comprendo, después de escuchar a papá repetir esas palabras más veces de las que pudiera contar, que su obediencia a este mandamiento sustentó su legado y bendijo sus logros.
Convirtiéndose en estadounidense
En 1955, la familia se mudó junto con el Bruderhof a los Estados Unidos. La sonrisa contagiosa, el aspecto alegre y el amor por la gente, impulsaron a mi padre en medio de los desafíos de aprender un nuevo idioma y cultura.
Llegó a amar a la nación que conoció en la escuela preuniversitaria de Kingston, al norte del estado de Nueva York. Practicó atletismo, consiguió un trabajo como lavaplatos, y conoció a Elvis antes de que el cantante fuera demasiado famoso para presentarse en locales de pueblos pequeños. Su maestro de inglés le infundió un amor de por vida por Shakespeare, de modo que sesenta años después él podía recitar de repente pasajes de Macbeth o Hamlet.
Se destacó entre sus compañeros por su fuerte acento alemán y su rechazo a recitar el juramento de lealtad a la bandera. Como hijo de refugiados que habían huido de Hitler, había absorbido una profunda sospecha de cualquier lealtad acrítica hacia el poder del estado. Pero estaba enormemente orgulloso de convertirse en estadounidense, precisamente porque la libertad de conciencia estaba consagrada en la Constitución. Esa fue la libertad que él ejercía cuando, durante esa época, hizo su propio compromiso hacia el Bruderhof.
Marcando el curso
A principios de 1965, mi padre, después de haber obtenido su título en administración, estaba trabajando como vendedor recién graduado para la Community Playthings, la empresa de fabricación de juguetes y mobiliario infantil del Bruderhof. En un viaje de negocios a Atlanta, vio en la televisión de un viejo motel la noticia sobre Jimmie Lee Jackson, un joven afroamericano que acababa de morir en Selma, Alabama, después de que le habían disparado ocho días antes en una marcha pacífica por el derecho al voto.
Papá fue atraído como un imán al movimiento por los derechos civiles. Su padre se había manifestado en favor de la justicia y la paz durante la segunda guerra mundial. ¿Era este su momento? Inmediatamente manejó las doscientas millas hasta Selma. Lo que experimentó está muy bien descrito en las propias palabras de su libro Why Forgive? (Setenta veces siete):
El velorio se realizó con el féretro abierto, y aunque la funeraria hizo todo lo posible por cubrir los golpes, las heridas en la cabeza de Jimmie no se podían ocultar. El lugar estaba lleno con cerca de tres mil personas. Nosotros nos sentamos hasta el fondo, en la repisa de una ventana. Nunca escuchamos una expresión de ira o venganza durante el servicio. Por el contrario, un espíritu de valentía emanaba de hombres y mujeres de la congregación, especialmente cuando se levantaron para cantar el viejo canto de los esclavos: «Ain’t Gonna Let Nobody Turn Me ’Round» (No voy a dejar que nadie me haga desistir).
Posteriormente, en el cementerio, Martin Luther King habló del perdón y el amor. Suplicó a la gente orar por la policía, perdonar al asesino y perdonar a aquellos que los perseguían. Luego nos tomamos de las manos y cantamos: «We Shall Overcome» (Venceremos). Si acaso hubo una ocasión para el odio y la venganza, fue en ese momento. Pero nadie la sentía, ni siquiera los padres de Jimmie.
Este acontecimiento transformó la vida de mi padre. Ese día, él fue inspirado por una visión que marcaría su vida y misión hasta su último suspiro. Su visión era profunda y extensa, y, al igual que la de King, con frecuencia fue malentendida. No fue un llamado a un activismo social divisivo. La causa por la que valía la pena morir era la llegada del reino de Dios a la tierra. El bautismo en agua y en el Espíritu había sellado su compromiso hacia este reino; ahora él estaba llamado a vivirlo. El amor a todos, la paz y el perdón, eran las armas de poder, las herramientas para los creyentes valientes, no para los débiles ni cobardes.
Un padre joven
Casi un año después, en 1966, papá se casó con Verena Donata Meier. Jóvenes y muy enamorados, comenzaron una familia. Mis siete hermanos y yo nacimos dentro de diez años. A pesar de la ocupada vida que tenían, papá siempre dedicó tiempo para nosotros. Amaba la vida y disfrutaba las bromas prácticas. Amaba a los Yanquis de Nueva York. Amaba los perros, y después de una infancia con un perro cruzado llamado Tell, papá crió nueve pastores alemanes en un periodo de 60 años.
Luego estaba su insaciable amor por la naturaleza y estar al aire libre. El trabajo duro de partir leña y acarrearla, o de carretear la composta, se recompensaba nadando en un estanque cercano, haciendo caminatas en las montañas Catskills, pescando en el río Wallkill, y cazando: actividades que de niños aprendimos a amar por su contagioso entusiasmo. Él también amaba la música, especialmente la música clásica: Bach, Beethoven, Mendelssohn; y desde niños todos sus hijos aprendimos a tocar instrumentos. Pocas tardes terminaban sin nuestra reunión familiar para cantar canciones populares, himnos o cánticos espirituales, a menudo con familias vecinas invitadas.
En 1972, a mi padre le pidieron servir como pastor en el Bruderhof. Su propio padre también había sido llamado a ese ministerio, y en 1962 fue nombrado por los miembros del Bruderhof como anciano de la comunidad. Pero papá disfrutaba su trabajo en las publicaciones; convertirse en pastor no fue su idea ni su deseo. Aun así, la comunidad le reconoció el don pastoral dado por Dios, un don que sin duda perfeccionaba con las horas que dedicaba con su padre, mientras lo ayudaba aconsejando a los congregantes. Él y mi madre estuvieron de acuerdo en asumir la nueva responsabilidad.
Papá se podía conectar casi con cualquiera que conocía. Escuchaba más de lo que hablaba, y más que un consejo específico a menudo ofrecía una ocurrencia chistosa y palabras de entendimiento y esperanza. Era un incansable entrenador en un juego, sin dejar a nadie al margen: cualquiera era elegible como receptor, y si tú estabas a la vista serías parte del equipo.
Líder de la iglesia
Los años difíciles llegaron. Su madre, a quien estaba extremadamente apegado, murió de cáncer en 1980. Su padre murió dos años después. El Bruderhof luchó con la pérdida de su anciano, y también con divisiones dolorosas.
El valor y la humildad necesarios para perdonar fueron puestos a prueba durante esos años. Pero triunfó el perdón, extraordinariamente se reconciliaron los grupos opuestos, y papá fue nombrado anciano del Bruderhof en 1983. Junto con su esposa Verena, asumieron la responsabilidad con energía y entusiasmo. Pero él no era del todo blando; podía hablar directo y al grano. No era evasivo si sentía que el egoísmo estaba descarriando a un creyente. Pero, así como era el primero en confrontar a alguien, también era el primero en perdonar, desarmando a cualquiera con su calidez y confianza. Este amor que habla la verdad, que ayuda a otros a través del arrepentimiento y la restauración, fue donde mi padre hizo su labor más grande. Era ciego ante la condición social. Por ello, gente anciana, veteranos del ejército, ejecutivos de empresas, ex convictos, drogadictos, personas emocionalmente inestables, estudiantes graduados y ambiciosos, políticos, niños con discapacidades, adolescentes rebeldes: sin importar quién eras, papá te escuchaba y te demostraba que era un guía confiable. Estaba disponible en cualquier momento, día y noche; con frecuencia sus primeras llamadas telefónicas y correos electrónicos empezaban antes de las 5:00 a.m. y las últimas después de las 11:00 p.m. Si alguien estaba agonizando, él y con frecuencia mi madre, estaban a su lado, algo que sucedió docenas de veces.
Incluso cuando sus amigos se multiplicaban con cada año que pasaba, papá tuvo algunos enemigos. Nunca temía las controversias, pues decía lo que realmente quería decir. Aunque, al mismo tiempo, respetaba a las personas que mantenían opiniones diferentes. Por ejemplo, hace dos años, invitó al asambleísta estatal, un amigo, para que explicara en una reunión de nuestra iglesia su apoyo a la ley recién aprobada en la asamblea estatal de Nueva York sobre la igualdad del matrimonio, la Marriage Equality Act. Se dio una acalorada discusión entre el político y miembros de nuestra congregación, quienes defendieron el matrimonio tradicional. Cuando el debate llegó a un callejón sin salida, papá salió al rescate: «Ya discutimos bastante, compartamos el helado y celebremos la vida y el hecho de que podemos tener este intercambio con nuestro hermano de Albany». Podríamos no estar de acuerdo, pero podíamos respetarnos unos a otros y reconocer nuestra común humanidad y buena voluntad.
La diferencia de opinión era una cosa, pero, si alguien tenía una agenda de antagonismo, mi padre no cedía y se mantenía firme. Tuvo sus detractores. No los disfrutaba de buena gana, pero solía pensar que podía agradecerles por darle afirmación a la luz de las palabras de Jesús: «¡Ay de ustedes cuando todos los elogien!» (Lucas 6:26). Inevitablemente, también cometió sus errores, aunque sería el primero en reconocerlo; y a veces se convertía en el blanco de la crítica por sus decisiones atrevidas y por su confianza a veces demasiado generosa hacia los demás.
Con una inclinación por la espontaneidad y la audacia, mi padre contribuyó a iniciar una serie de nuevos emprendimientos tras su nombramiento como anciano. A fines de las décadas de 1980 y principios de 1990, dirigió una oleada de proyectos conjuntos entre el Bruderhof y la Iglesia Huterita, dando seguimiento a una relación que se estableció en la década de 1930. Desafortunadamente este esfuerzo llegó a su fin en 1994, en gran parte debido a su insistencia en que los líderes de la iglesia, no menos que todos los demás, deberían estar abiertos al arrepentimiento y la renovación, que constituyen la única base para la unidad de la iglesia. Esa ruptura le dolió hasta el final de su vida.
Mientras tanto, el Bruderhof creció de 4 comunidades en dos países hasta 24 comunidades en cuatro continentes; a partir de principios de la década de 2000, promovió el establecimiento de pequeñas comunidades urbanas. Con su apoyo entusiasta, la comunidad comenzó a enviar equipos de respuesta rápida para llevar recursos a zonas de desastres y desarrollar también nuevos negocios como fuentes de ingresos. Papá —con Mamá siempre a su lado—, hablaba ampliamente y escuchaba mucho más ampliamente, confiando en aquellos con quienes trabajaba, en formas que los animaban a contribuir mucho más de lo que creían posible.
Proclamando el evangelio
En 1996, mi padre publicó su primer libro. Después seguirían 11 más, elaborados con un amor de por vida al oficio de escribir. Encontró su voz propia contando historias verdaderas, usándolas para ilustrar sus temas: perdón, matrimonio, crianza de los hijos, educación, oración, temor, esperanza, muerte, envejecer y encontrar la paz.
Para papá, escribir fue una experiencia de colaboración. Invitaba a su congregación a compartir historias, ideas y anécdotas relacionadas con el tema que estaba escribiendo, en parte para tener material, pero más específicamente para involucrarnos y ampliar nuestras perspectivas. Sus voluminosos cuadernos tamaño legal estaban repletos de apuntes de pensamientos y notas escritos a mano. Papá formó un equipo sólido, pero él siempre estaba firmemente a cargo, involucrado en cada detalle del proceso. Servir como editor de uno de sus libros representaba un desafío monumental, pero era recompensado con la humildad, entusiasmo y apertura de papá a las sugerencias y cambios.
Estos libros tocaron muchas vidas, pero Why Forgive? (Setenta veces siete) es uno de los que han sido leídos muy ampliamente. Su mensaje de perdón apunta más directamente al corazón del evangelio, y ha cambiado vidas.
Viajar por el mundo siempre fue parte de la vida de mis padres; estaba entre las responsabilidades de ser un anciano de una iglesia internacional. Papá atesoraba esas oportunidades para aprender sobre las necesidades de la gente, sus alegrías y tristezas, y siempre se maravillaba de lo similar que es la gente en su interior.
Con la publicación de sus libros, mi padre comenzó a recibir invitaciones para hablar en conferencias religiosas y de acción por la paz, en los Estados Unidos y en todo el mundo. Comenzando a mediados de la década de 1990, mis padres realizaron viajes a Israel, Palestina, Iraq, Cuba, Sudáfrica, México y Rwanda. Al mismo tiempo, el Bruderhof llevaba ayuda humanitaria y el mensaje del evangelio a regiones azotadas por desastres y guerras. Mi padre fue también a muchas de esas misiones, viajó a Haití, Tailandia, Centroamérica, Sudamérica, África y el Medio Oriente. En 1996, en el contexto de este trabajo, fue que conoció a la Madre Teresa de Calcuta, y escribió: «Ella suplicó que nos involucráramos con los más pobres entre los pobres, y que ahí es donde encontraríamos a Jesús. Si alguien ha sido un ejemplo de cómo servir a los más pobres entre los pobres ha sido ella y las Hermanas de la Caridad».
Aunque su corazón estaba con los pobres, papá no perdió oportunidades para reunirse con aquellos que estaban en posiciones importantes, incluyendo a líderes de buena y mala reputación. En Iraq visitó y oró con Tariq Aziz, el ministro del exterior de Saddam Hussein, quien era un cristiano. En Cuba conversó con Fidel Castro, enfatizando la importancia de la libertad de religión. En la época del escándalo con Monica Lewinsky, papá le envió al presidente Bill Clinton un ejemplar de su libro sobre el perdón, junto con una carta; y comenzaron a escribirse acerca del arrepentimiento, el perdón y el llamado a vivir una vida transformada. En su autobiografía, Clinton reconoció la importancia de ese intercambio.
Papá llamaba a todos los que escuchaban al amor a Dios y al prójimo, que es común a muchas religiones. Sin embargo, aunque reconocía la imagen de Dios en todos, nunca se avergonzaba de hablar del amor de Jesús.
Durante las décadas de su liderazgo, el Bruderhof hizo causa común con mucha gente que trabajaba por la justicia y la paz, desde César Chavez de la United Farm Workers Union (Sindicato Unido de Trabajadores Agrícolas) a Franklin Graham en la Samaritan’s Purse (La bolsa del samaritano) y Mark Shriver de Save the Children (Salvemos a los niños). Trabajó con Chuck Colson en el ministerio a las prisiones y con la hermana Helen Prejean y otros en la abolición de la pena de muerte. En 1995 entabló una amistad con el cardenal O’Connor de Nueva York, y comenzó a trabajar más estrechamente con sus hermanos y hermanas católicos, demostrando su convicción en el poder del evangelio para superar las divisiones históricas. Dialogó sobre matrimonio y familia con el cardenal Joseph Ratzinger, que se convertiría en el Papa Benedicto XVI; esa relación resultó en un encuentro con el Papa Juan Pablo II en 2004.
Durante esa época también fue que papá hizo una nueva conexión, que resultaría en una de sus labores más importantes de sus últimos años. En 1997, escuchó acerca del detective Steven McDonald, un oficial del Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York. A Steven le dispararon mientras investigaba una ola de crímenes en el Parque Central, y quedó paralizado. Él había perdonado públicamente al joven de 15 años que le disparó, y se encontró con el muchacho mientras estaba encarcelado. Intrigado por esos hechos, papá concertó una visita en la casa de Steven en Long Island. Después de escuchar la historia de Steven, hablaron sobre el poder de la fe y del perdón, y comenzaron a planear maneras de trabajar juntos para alcanzar a los jóvenes con problemas.
Esa colaboración resultó en acciones concretas. Primero fueron juntos a Irlanda del Norte en 1999, donde se reunieron con grupos de católicos y protestantes recién enfrentados en guerra. Después siguió un viaje a Israel y Palestina, donde hablaron en el Knesset y en el cuartel general de las Fuerzas de Defensa Israelí en Jerusalén. En ambos lugares escucharon muchas historias de conflicto, odio y violencia, pero también, muchas de reconciliación y perdón.
Muy pronto, la experiencia que papá y Steven habían adquirido en el extranjero, se hizo necesaria en casa. El tiroteo en la escuela preuniversitaria de Columbine, en abril de 1999, anunció el inicio de una creciente tendencia de violencia escolar. Papá y Steven decidieron llevar el mensaje del perdón al interior de las escuelas. Su programa Breaking the Cycle (Rompiendo el ciclo) ha impactado a miles de estudiantes. Logró reunir a una variedad de oradores: miembros restaurados de las pandillas, la madre de una víctima de suicidio, sobrevivientes de familias con problemas de adicción al alcohol y las drogas; todos con testimonios poderosos. La misión de Breaking the Cycle —ofrecer esperanza y sanación por medio del mensaje del perdón, y de modelar opciones constructivas— se convirtió en una de las pasiones de papá, a la que dedicó incontables horas.
Los años dorados
Siempre con visión de futuro y en la cúspide de su actividad, en 2001 papá delegó su función como anciano del Bruderhof a Richard Scott. Esto le permitió guiar el desarrollo del liderazgo de la comunidad y lo liberaba para enfocarse en nuevas formas de extensión, con frecuencia sorprendentes.
Muchos quizá se pregunten por qué un pastor anabautista amante de la paz se convertiría en un capellán de la policía. Papá pudo haberse hecho la misma pregunta hace 25 años. Sin embargo, ingresar a un nuevo campo de misión a los 62 años era típico de su gran corazón y su mente abierta. Su relación con el detective McDonald le ayudó a entender que los miembros de la policía tienen uno de los oficios más difíciles —trabajar para hacer la paz, pero también trabajar para mantener la paz—, y necesitan apoyo y oraciones.
Como capellán de la Oficina del Sheriff del Condado de Ulster y de la Asociación de Jefes de Policía del Condado de Ulster, papá hablaba y oraba con los que necesitaban ayuda para procesar experiencias difíciles, visitaba a miembros de la familia enfermos, realizaba funerales, y bendecía matrimonios y bebés. Disfrutaba organizando barbacoas en los precintos, con una liturgia gastronómica sin mucha predicación, pero sin descuidar la oración. En una llamada pasada la noche, para ir a la sala de emergencias local, donde estaba siendo atendido un oficial, tras un fatal accidente de auto, papá fue acompañado por el alguacil del Sheriff en medio de una escena muy sombría, llena de personal uniformado, para orar junto a este joven moribundo. El oficial describió posteriormente la escena: «Era como Moisés separando las aguas; entró en el lugar con una autoridad y un amor tan apacibles, para impartir paz y consuelo».
Su trabajo como capellán de oficiales no estaba en desacuerdo con su compromiso durante décadas al ministerio en las prisiones. Sin importar la compañía que tuviera, parecía extraer de una reserva aparentemente ilimitada de empatía, una lección que había aprendido de Dostoyevsky, otra de sus lumbreras literarias. Nunca olvidaré lo noche que llevé a papá a la cárcel del condado para una comparecencia obligatoria de otro capellán de la prisión, para visitar a un preso muy perturbado que había sido arrestado por la perversa violación y asesinato de una niña. No le dio palabras de falso consuelo ni minimizó el horror de los crímenes que había cometido. Pero le señaló a Jesús, quien podría perdonar incluso al peor criminal. El hombre admitió el crimen, fue condenado y recibió una sentencia de cadena perpetua, y, años después, tras confesar sus pecados, recibió el bautismo mientras estaba en la penitenciaría estatal. Hasta el día de hoy, el prisionero atesora la Biblia personal de papá, el libro que mi padre le dio aquella fatídica noche, y la usa para ministrar a sus compañeros prisioneros.
Después de una cirugía del corazón en 2006, los problemas de salud tuvieron su impacto en el ritmo de actividades de papá, pero no en la agilidad de su mente y espíritu. Papá y mamá eran cada vez más inseparables a medida que se sumaban los años de complementariedad. La pérdida de su hija Margrit, por cáncer, y la larga batalla de mi madre con esa misma horrenda enfermedad, pusieron a prueba a nuestra familia.
En noviembre de 2014, mis padres viajaron a Roma por invitación del Vaticano para hablar junto con el Papa Francisco y una multitud de líderes religiosos y eruditos en el Coloquio Humanum, una conferencia internacional e interreligiosa sobre la santidad del matrimonio. Cientos se reunieron de todas partes del mundo, representando a muchas creencias religiosas. Papá dijo:
El matrimonio fiel es una de las maneras más maravillosas en que uno puede servir a la humanidad. Pero el matrimonio es más que un contrato privado. El matrimonio es parte de la creación original de Dios y santifica a cada generación por ser «hecho a imagen de Dios». Como la Iglesia primitiva, necesitamos volvernos más valientes, necesitamos ser una contracultura de simplicidad y ayuda práctica… Los primeros cristianos impactaron y transformaron el mundo romano, en parte porque sus esposos y esposas permanecían fieles unos a otros y a sus hijos. Con la ayuda de Dios, nosotros también podemos hacer lo mismo en la actualidad.
La batalla final
El campo de la batalla final fue su propio cáncer, diagnosticado este marzo pasado. Papá lo sobrellevó. Entre muy breves periodos de descanso, dedicó tiempo a personas que necesitaban consejo, visitó a otros que padecían enfermedad, y realizó asambleas en las escuelas del Bruderhof. La mayoría de las tardes incluían viajes a los campos del Valle del Hudson para revisar los campos, bosques y la fauna, o hacer una parada en un restaurante local y tomar un capuchino. Pero los momentos más significativos fueron durante las reuniones de la iglesia por las tardes. «Sean sencillos en la fe —nos decía—, y ámense unos a otros. Miren la vida a través de los ojos de Jesús. Liberen su corazón del pecado mediante el arrepentimiento y la confesión. Perdonen y no guarden rencor».
Él también confesó con sinceridad su propio temor a la muerte, señalando el evangelio como el único remedio. La confianza en Jesús y la oración son las armas —nos dijo—, que se requieren durante toda la vida, y ninguno de nosotros puede dejar de necesitarlas.
El Domingo de Ramos, solo seis días antes de morir, Papá le dijo a nuestra comunidad:
Lo principal es que el reino de Dios avance, y si cualquiera de nosotros tiene la oportunidad de desempeñar una pequeña parte en él, no es porque seamos grandes o poderosos, sino porque Dios es misericordioso y nos concede la posibilidad de mostrar amor.
El pasado viernes santo, sé que papá estaba pensando en la pasión de su Salvador, en su sufrimiento. Papá no podía hablar mucho, pero la mayor parte del tiempo estaba mirando más allá de nuestra realidad. Pero sí se despidió con una transparente y cálida mirada y una sonrisa. Le pedí sabiduría para el futuro: del Bruderhof, de nuestra familia, de mi propia vida. «Mantente fiel», me dijo simplemente. Papá recorrió el camino del Gólgota ese día, subiendo la montaña para estar más cerca de la puerta de la vida: la cruz. Estuvimos a su lado. Fue duro, pero también glorioso. Los guerreros no renuncian, tampoco se rinden. Mientras amanecía el sábado de gloria, papá entró en coma. Horas después, exhaló su último aliento mientras mamá sostenía su rostro con sus dos manos. Su cuerpo estaba en paz, su alma libre. Sus ojos habían visto la gloria de la venida del Señor.
Conclusión
Años atrás, mi esposa y yo acompañamos a mis padres en un viaje para rastrear las raíces de nuestra iglesia e historia familiar en Europa. Un día, estábamos subiendo por una ladera empinada de los Alpes en el norte de Italia. Aquí, en la Europa del siglo XVI, los anabautistas habían florecido, aquí había nacido mi abuelo. Papá estaba resintiendo los efectos de la altura y el terreno. Un amable joven compañero desapareció en la espesura de fresnos de la montaña, y cortó un palo delgado pero fuerte con una empuñadura natural, que le sirvió perfectamente a papá como bastón para caminar. A partir de entonces, ese bastón fue su constante compañero. Caminar fue su conexión con la tierra; él podía sentir la vida y la historia de cualquier terreno en el que viajaba. Para él todo era tierra santa. El bastón era un símbolo práctico de seguridad, protección y autoridad. Nosotros nos apoyábamos en él, como padre, como anciano. Pero, como él nos había enseñado, nosotros nos apoyábamos y continuaremos apoyándonos aún más en el Buen Pastor.
En el velorio, papá parecía como estar tomando un breve descanso y prepararse para su próximo viaje, su bastón estaba sujeto en sus manos como siempre. Era una imagen de paz.
Sí, esto es paz; representa descanso después de una vida de acción. Pero la primera acción, la fuente de toda acción y esperanza, es la oferta de Cristo de redención y perdón por medio de su obra en la cruz. «Todo el que vive y cree en mí no morirá jamás», dijo Jesús (Juan 11:26). Mi padre vivió y actuó creyendo en él.
La sala quedó en silencio. Dos veteranos luchadores por la paz estaban frente a frente, uno viendo este mundo, el otro el venidero. John Perkins, el guerrero vivo, nos miró y de nuevo nos dijo: «Que gozo ha sido para mí y mi familia haber conocido a tu padre y apreciar su liderazgo y su gran deseo por ver al cuerpo de Cristo unido en contra de todas las barreras raciales y culturales. Va a suceder; esta nueva generación hará que eso suceda. Me conduelo contigo, pero quiero que esta fraternidad y este amor sigan más y más y sean cada vez más fuertes. Así que continúen su amor y su buen trabajo. Sigan alcanzando a los quebrantados en nuestro mundo. Pienso que eso es lo que tu papá quería que hiciéramos juntos».
Seguiremos adelante. Sí, papá, nos mantendremos fieles.
Traducción de Raúl Serradell.
Todas las fotografías son cortesía del autor.