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CajaEstoy buscando huevos. No de esos con cáscara dura que cocinas para el desayuno. Estos son muy pequeños, la mitad del tamaño de un grano de arroz. Sería genial conocer a la reina, pero ya me siento satisfecho con que esté cerca. Veo indicios de ella en la concentración de sus súbditos y en la calma que su presencia genera. Busco comida de bebé, no purecitos Gerber, sino polen empaquetado en células de almacenamiento. Y, por supuesto, estoy en busca de miel. Me he escapado del mundo y estoy dentro de una colmena. Soy un intruso aquí y debo tener cuidado. Un movimiento errado o brusco podría desencadenar una defensa airada de la que ya he tenido que arrepentirme. Pero, en tanto las cosas funcionen bien, estoy disfrutando de mi inmersión temporal en la naturaleza.
Un astronauta comienza su viaje cuando se introduce en su traje espacial y un compañero le atornilla el casco. El mío comienza cuando me bajo el velo y aseguro las costuras. Mi lanzamiento acontece cuando levanto la tapa de la colmena y el ruido del sello de propóleo (resina de abejas) que se quiebra, suena en lugar del estallido de los motores de propulsión.
No importa dónde esté ubicada la colmena; el minimundo al que ingreso es siempre el mismo. A veces, las colmenas están en campos solitarios y cubiertos de hierba, con fauna escondida en los bosques cercanos. Otras veces, viajo en ascensores hasta la parte alta de los rascacielos, subo escaleras y atravieso habitaciones llenas de máquinas zumbadoras, y salgo a los tejados planos por encima de las salas de juntas llenas de ejecutivos de traje. La ciudad de Nueva York se extiende a mi alrededor; el río Hudson, abajo y a lo lejos. En otro lugar, más abajo, salgo de apartamentos hacia jardines cultivados en los tejados donde ráfagas de abejas me indican en su carrera el camino hacia la colmena. Pero ya sea que levante la tapa cerca de las oficinas de una compañía de productos de belleza, una mansión de los suburbios o un granero, siempre es mi punto de entrada hacia un mundo duro y bello.
No es mi mundo. A pesar de que a los apicultores nos llaman “guardianes de las abejas”, no ejerzo ningún control en este lugar. Soy un observador, quizá capaz de proveer algún tipo de ayuda pequeña o de compensar las limitaciones del entorno artificial en el que las he colocado. No entiendo ni la mitad de lo que está sucediendo; a menudo se me recuerda eso. Es posible que, cuando descubro un problema, las abejas ya han avanzado en su solución. He visto colmenas sin reina, condenadas al fracaso, y he corrido a comprar una reina. Y a mi regreso, me he encontrado con que las abejas ya estaban criando su propia reina, alimentando a una larva con la comida especial que produce la transformación. De hecho, ha habido momentos en que la reina que les he llevado ha sido rechazada y asesinada por aquella que han criado en la colmena. He puesto como señuelo en colmenas vacías un panal listo para usar, tentando con apetecible miel a un enjambre que huía, desesperado por atraparlas, y he visto cómo ignoraban mi intento. Si alguna vez me siento importante para ellas, recuerdo que ellas no me conocen.
La colmena no es mi mundo. A pesar de que a los apicultores nos llaman “guardianes de las abejas”, no ejerzo ningún control en este lugar.
La concentración que requiere la observación de abejas parece liberar otras partes de mi mente para la creatividad. De pronto, mientras estoy en una colmena, surgen en mi mente soluciones a situaciones en las que ni siquiera sabía que estaba pensando, así como inspiraciones o pequeñas decisiones. El equilibrio entre la maravilla y el peligro energiza mis pensamientos. A veces, la nube zumbadora con la que trabajo luce amigable, como si me diera la bienvenida en calidad de un obrero más en un equipo de sesenta mil. Otras veces, el zumbido enfadado de las abejas rebotando en mi velo y en mis guantes me recuerda el poder mortífero en el que me he inmiscuido. Aquellas que logran clavarme su aguijón acentúan el hecho de que tienen el poder de matarme. Y me alegro por cada centímetro cuadrado de protección.
Una colmena es un superorganismo que toma decisiones al unísono impulsado por decenas de miles de individuos. Cada abeja tiene un rol específico. Las pecoreadoras trabajan tan duro recogiendo el néctar y el polen en un radio de cinco a ocho kilómetros durante la primavera, el verano y el otoño, que su mes de vida es menos de un quinto de aquel de las llamadas “abejas de invierno”. Hay abejas nodrizas, limpiadoras, cereras y guardianas que también se ocupan de mantener la temperatura de la colmena. Cuando se calienta demasiado, ejercen funciones ventiladoras a la entrada, apoyando las patas y batiendo las alas como si fueran a impulsarse para volar; así logran que ingrese aire fresco. Unos pocos zánganos logran aparearse con la reina y mueren inmediatamente después. El resto da vueltas alrededor de la colmena durante el verano, antes de ser expulsado. Las abejas guardianas están dispuestas a dar su vida protegiendo a las otras con su aguijón venenoso.
Sin embargo, este alto nivel de especialización en roles también constituye ese cuerpo compacto formado por todas las abejas. Un cuerpo que toma una decisión, que tiene una salud y que fabrica un producto que es repuesto, aparentemente sin quejas, después de que nosotros nos llevamos lo que consideramos nuestro. Cada colmena parece tener una personalidad, su propio Volkgeist. Puede volverse contra mí de pronto y luego cambiar en respuesta al humo que les echo y alejarse. Una colmena puede trabajar duro en la producción de miel, en tanto una colmena contigua, iniciada el mismo día, no produce casi nada. Una colmena puede ser tan amigable un día, que me pregunto si se dan cuenta de que estoy allí, trabajando a su lado. En otra colmena, especialmente después de un movimiento errado que las sobresalta o amenaza, una señal se dispara y las abejas aparecen por todas partes llenando mi cabeza con su zumbido y persiguiéndome lejos de la colmena, a la espera de que me quite el velo para aguijonearme.
Hace poco llevé miel desde las colmenas de un cliente a su casa. Cuando me iba, él salió a la puerta conmigo. “Gracias, de nuevo, por la miel”, dijo, palmeándome el hombro para enfatizar sus palabras. “No sabes lo que significa para nosotros”. Entendí que ese hogar en medio de una gran ciudad acababa de conectarse con la naturaleza. “¡Tú eres un granjero!”, le dije.
Philip Britts —escritor, poeta, pastor y observador visionario de su entorno natural— se refiere al valor que estar cerca de la naturaleza tiene en la profundización del alma e incluso advierte acerca de que la pérdida de la conexión con la simplicidad y la fe en la vida rural conduce a la pérdida de “estabilidad interna”. Britts redactó diez puntos que definen a un “buen granjero”. Aquí está el último, que considero un factor de humildad y profundización. Un buen granjero, dice, “se da cuenta de que casi no sabe nada de todo aquello que hay para saber, que está tratando con leyes eternas que él no hizo y no puede alterar, y que los logros más brillantes del conocimiento humano son simplemente la obediencia más estrecha a esas leyes”.
Al igual que aquel granjero urbano, mi cliente, estoy agradecido por esos vínculos con las leyes eternas. También disfruto del sabor de las recompensas y espero acercarlas a muchas personas más.
Traducción de Claudia Amengual
Tim Maendel vive en la comunidad urbana del Bruderhof en Harlem, Nueva York con su esposa, su perro y cuarenta y cinco mil abejas.
Yordin R Asencio Basteiro
Muy bello artículo, realmente nos muestra ese diverso, misterioso y sinérgico hábital de las abejas, el diseño divino de nuestro Padre Creador ofrece también testimonio a través de estos valiosos seres vivos que son las abejas. Todá rabba Abba. Dios los bendiga a todos.
Maricruz Leiva
Muchas gracias. Muy bien lindo