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CajaElogio de la cultura de la reparación
La vida moderna depende del hábito de desechar cosas. ¿Qué pasa si, en lugar de eso, las arreglamos?
por Peter Mommsen
lunes, 05 de febrero de 2024
¿Los granjeros tienen el derecho de reparar sus propios tractores? La American Farm Bureau Federation ―una organización agrícola estadounidense― así lo cree. Por ese motivo este año alcanzó un acuerdo con John Deere según el cual el fabricante se comprometió a permitir a los granjeros, así como a mecánicos externos, que arreglaran su maquinaria verde y amarilla, proporcionándoles, por ejemplo, manuales de mantenimiento y herramientas de diagnóstico a los que antes solo podían acceder los talleres autorizados. Para muchos granjeros este cambio podría resultar transformador, pues permitiría que los tractores viejos pudieran ser usados por más tiempo en lugar de ser reemplazados debido a los altos costos de reparación. En la actualidad, la federación de granjeros está trabajando para lograr acuerdos similares con otros fabricantes.
El acuerdo con John Deere es otra de las pequeñas, aunque significativas, victorias del movimiento a favor del derecho a la reparación, el cual ha venido apuntando hacia prácticas industriales que van desde el sector automotor a los productos electrónicos que limitan la posibilidad de arreglar cosas, incrementando los costos para los usuarios y (a menudo, deliberadamente) obligándolos a reemplazar piezas que aún podrían funcionar. Los objetivos incluyen baterías de computadora no reemplazables, actualizaciones de software cuando este deja inhabilitadas las consolas de juegos y cartuchos de tóner programados para dejar de imprimir cuando todavía tienen tinta.
Teniendo en cuenta el papel que cumplen los productos desechados en el llenado de vertederos y en la polución del agua potable, el movimiento sostiene que la reparación es la clave para abordar la cuestión del daño ambiental que resulta del capitalismo de consumo. “No puedes hacerlos durar si no puedes hacerlos funcionar”, dijo uno de los defensores del movimiento a Wirecutter. “Cada vez que un fabricante dice que está siendo amigable con el ambiente y luego nos impide arreglar nuestras cosas, siempre manifiesto mi queja”.
Los gobiernos en todo el mundo cada día más están asumiendo el compromiso de hacer que el derecho a reparar se transforme en ley. En India, el Ministerio de Asuntos del Consumidor está desarrollando un conjunto de normas que exigen a los fabricantes de productos electrónicos, maquinaria agrícola y automóviles que permitan a las personas arreglar los productos ellas mismas. Francia exige a los fabricantes de tecnología que registren sus productos en un “índice de reparabilidad” nacional. Y en Estados Unidos, la Comisión Federal de Comercio ha anunciado que tomará medidas con respecto a las restricciones a las reparaciones.
Sean cuales sean las ventajas de estas medidas específicas, responden a una conciencia creciente de que una economía de consumo basada en presionar a las personas para que desechen lo viejo y compren lo nuevo ya no es sostenible. Sin embargo, en esta época cuando los modelos de teléfono inteligente quedan obsoletos en un plazo de meses y muchas prendas se visten una o dos veces antes de ser descartadas, los defensores de la reparación se enfrentan a obstáculos poderosos. Después de todo, la obsolescencia de los bienes de consumo ha sido a lo largo de un siglo un pilar del crecimiento de las economías desarrolladas.
En esta época cuando los modelos de teléfono inteligente quedan obsoletos en un plazo de meses y muchas prendas se visten una o dos veces antes de ser descartadas, los defensores de la reparación se enfrentan a obstáculos poderosos.
En su libro publicado en 2006, Made to Break, el historiador Giles Slade señala 1923 como el año en que los fabricantes comenzaron a centrar su estrategia de crecimiento en un ciclo regular de obsolescencia y reemplazo. En el siglo diecinueve, las empresas habían alcanzado el éxito fabricando productos duraderos y reparables: máquinas de coser Singer, maquinaria agrícola McCormick, por ejemplo. Los diseños de fabricación intentaban reflejar una ética de la administración. Esta ética fue la que, como es sabido, guio a Henry Ford en su compromiso de producir un auto, el Ford T, que fuera accesible para el pueblo, construido para ser usado durante años y de fácil reparación. Al principio, los estadounidenses respondieron con entusiasmo; al llegar 1920, el 55 % de las familias del país tenía un Tin Lizzie, como se llamaba informalmente a dicho modelo. Más tarde, Ford resumiría así su objetivo: construir un auto que fuera “tan fuerte y tan bien hecho que nadie tuviera que volver a comprar otro”.
La desventaja del compromiso de Ford con la durabilidad y la reparabilidad era que desalentaba que los clientes repitieran la compra. Su competidor de General Motors, Alfred P. Sloan, vio la oportunidad. Inspirado en el mundo de la moda, hace cien años comenzó a experimentar con lanzar nuevos modelos de auto cada año, a menudo solo con variaciones en el color y el diseño, para que los compradores atentos a las tendencias quisieran tener el último Chevrolet. Harley J. Earl, colaborador de Sloan, fue sincero con respecto a su objetivo: “Nuestra gran tarea es acelerar la obsolescencia”.
El plan funcionó. A fines de los treinta, GM había superado a Ford como el mayor fabricante de autos del mundo. En las décadas siguientes, otros fabricantes de una amplia gama de bienes de consumo, incluyendo a Ford, aprenderían la lección y apuntarían a la obsolescencia como la clave del crecimiento de las ventas. A lo largo de las décadas, la aceleración del ciclo de reemplazo de los objetos que compramos se ha integrado tanto a la vida cotidiana, que parece parte del orden natural de las cosas.
Pero, por supuesto, no lo es. Y la enorme cantidad de desechos resultantes ―algunos, tóxicos―, se está volviendo difícil de ignorar. Son síntomas de lo que el papa Francisco ha llamado “la cultura del descarte”. En Laudato si´, su encíclica de 2015, Francisco no limita su debate sobre la cultura del descarte a ejemplos obvios como los desechos electrónicos, los embalajes desechables, los gases de efecto invernadero, los vertidos agroindustriales o la acumulación de plásticos en los océanos. Después de todo, esos problemas podrían ser resueltos con la combinación adecuada de políticas y tecnologías provenientes del sistema del capitalismo de consumo. En lugar de eso, según su mirada, la cultura de usar y tirar cosas se vuelve, por una especie de sinécdoque, en un símbolo de la cultura de usar y tirar el mundo natural en sí mismo, “nuestro hogar común”, que nuestra sociedad tecnológica está destruyendo en su búsqueda egoísta de dominio. Es, también, un símbolo de la cultura de usar y tirar a las personas, especialmente a “los excluidos”: los pobres, los discapacitados, los ancianos, los inmigrantes, los refugiados y los nonatos. Resistir la cultura del descarte, sugiere Francisco, requiere más que solo hacer correcciones para evitar la polución o el cambio climático. Exige una revolución contra una modernidad basada en lo que llama “rapidización”, junto con los sistemas financieros y políticos que la impulsan.
El análisis del papa no va a convencer a todo el mundo. Culpar a la cultura del descarte de una gama tan amplia de males ―desde los desechos hasta el aborto― puede parecer exagerado. Sin embargo, si achicamos el foco y vamos de la sociedad moderna en su totalidad a la vida de los individuos que la componen, el poder de su argumento se vuelve más claro. Su percepción del vicio que yace en el corazón del capitalismo tecnológico ―su arrogante deseo de posesión y dominio, con el consiguiente perjuicio del mundo creado y de los vulnerables― está bien arraigada en la tradición cristiana. Es el mismo vicio que Agustín de Hipona identificó como el pecado humano primigenio: libido dominandi, la avidez de dominación. Según el relato de Agustín, ese es el pecado que está en la raíz de todos los otros, que nos aleja de Dios, del mundo y de nuestros semejantes. Si nuestro modo de vida depende de esta avidez, no debería sorprendernos que contamine muchos aspectos de nuestra vida. Por ejemplo, si tratamos las cosas como si fueran descartables en lugar de administrarlas, nuestros hábitos de usar y tirar fácilmente pueden trasladarse a la manera en que tratamos al mundo natural y a los otros seres humanos. Esto es exactamente lo que vemos que sucede, como el papa Francisco lo señala, en manifestaciones que van desde la minería a cielo abierto en las cimas de las montañas y la explotación forestal de hábitats no renovables hasta la cosificación de bebés a través de la selección genética y la subrogación.
Pero quizá los buenos hábitos puedan extenderse de una parte de la vida a la otra tanto como los malos; quizá la cultura del descarte pueda ser resistida construyendo una cultura de la reparación. Esa es la esperanza que guía el derecho al movimiento de reparación. Es, también, la inspiración para iniciativas de base tales como iFixit, que proporcionan partes, herramientas y manuales de reparación para los bienes de consumo, y la red de cafeterías de reparación, que incluye más de 2,500 encuentros comunitarios sin fines de lucro en el mundo, dedicados a arreglar todo, desde esmóquines hasta tostadoras.
Muchos lectores tendrán en mente a alguien en su vida que encarna dicha cultura de la reparación. Para mí esa persona es mi abuelo, Arnold Mommsen, en cuyo taller instalado en el sótano pasé innumerables tardes de sábado cuando era niño. Las paredes estaban tapizadas con decenas de herramientas y los estantes estaban abarrotados con recipientes que contenían una miscelánea de objetos, así como con repuestos para cualquier aparato. Bajo la mesa de trabajo había unos ventiladores reparables de hierro fundido que solía dar a las personas de nuestra comunidad, el Bruderhof, cuando sus ventiladores no reparables de plástico se rompían. Para un niño resultaba cautivador observarlo abrir una radio maltrecha y tomar su soldador.
Si tratamos las cosas como si fueran descartables en lugar de administrarlas, nuestros hábitos de usar y tirar fácilmente pueden trasladarse a la manera en que tratamos al mundo natural y a los otros seres humanos.
Grampa, que había crecido en una granja lechera en Wisconsin durante la Gran Depresión, compartía con los de su generación la austeridad, que era su sello distintivo. No soportaba ver que algo que podía ser usado o arreglado ―desde sobras de comida a libros viejos, que restauraba en uno de sus otros talleres, donde encuadernaba― fuera a la basura. (No es una coincidencia que también compartiera con su generación la afición por juntar todo lo que encontraba). Pero su trabajo de reparación no tenía que ver en primera instancia con ahorrar dinero. El valor de una cosa no se medía por el costo de su repuesto, sino por el uso que podía dársele y por el trabajo de aquellos que la habían hecho o que la habían reparado antes.
En su caso, al menos, los hábitos de reparación no estuvieron limitados a las cosas que arreglaba. Antes de que un dolor en la espalda le impidiera hacer tareas duras, pasó décadas construyendo muebles de madera y equipamiento de juegos para la fábrica del Bruderhof, Community Playthings, que había ayudado a fundar en 1948. Desde los inicios, la filosofía de la empresa fue (y aún va) en sentido opuesto a las estrategias de negocios basadas en la obsolescencia y el reemplazo. Grampa estaba orgulloso de que los triciclos, camiones conducibles y otros juguetes de Community Playthings fueran construidos para sobrevivir muchos años la infancia de aquellos para quienes habían sido comprados. Y, por supuesto, cada uno de esos productos era fácilmente reparable.
Esa misma actitud parecía moldear, también, la forma que Grampa tenía de acercarse a la gente. Una vida transcurrida en una comunidad estrechamente unida inevitablemente trae aparejada su cuota de conflictos personales y heridas. Grampa había aprendido a lidiar con todo eso de la manera en que su fe cristiana le enseñó a reparar una relación rota: el perdón diario. Durante todo el tiempo que compartí con él hasta su muerte no puedo recordarlo expresar ningún rencor o hablar mal de nadie (con excepción del presidente de Estados Unidos de turno).
La vida de una persona no alcanza para probar una verdad general. Pero el ejemplo de mi abuelo ilustra cómo la cultura del descarte que Francisco diagnostica no es inevitable. Cualquier técnico reparador sabe que esto es así.
La historia cristiana del mundo trata en su totalidad de la reparación. Enseña que, al comienzo, toda la creación, incluyendo la humanidad como portadora de la imagen divina, era “muy buena”, tal como Dios lo dice en el Génesis. Pero a través del pecado de los primeros seres humanos ―a través de su libido dominandi, si se quiere― la creación quedó “sujeta a la futilidad”, en palabras del apóstol Pablo. El gran tema del Antiguo y del Nuevo Testamento se vuelve el plan de reparación de Dios de su obra estropeada. Tal como lo describieron los profetas hebreos, ese plan debía ser llevado a cabo a través de la vocación del pueblo de Israel y culminaría con la llegada del Mesías de Israel. Sin embargo, cuando el Mesías se hizo presente en la persona de Jesús de Nazaret, resultó ser mucho más que un gran liberador o un rey guerrero. Era el hijo único de Dios ―“Dios verdadero de Dios verdadero”, como dice el credo niceno― que adopta la materia y la naturaleza humanas. A lo largo de su vida, muerte y resurrección, Jesús alcanzó la etapa decisiva de restaurar una creación corrompida, y dio su palabra de que regresaría a completar su tarea.
El cristianismo tiene tanta confianza en la reparación venidera del mundo, que paradójicamente puede celebrar la ruptura original. El antiguo himno “Exsultet”, por ejemplo, alaba la caída humana porque abrió el camino para la venida de Cristo:
Necesario fue el pecado de Adán,
que la muerte de Cristo borró
¡Feliz la culpa que mereció un redentor tal!
Esa noción de la “culpa feliz” (felix culpa) mantendría ocupados por mucho tiempo a los pensadores cristianos. Sugería que, por obra misteriosa de la voluntad divina a lo largo de la historia, el mal puede poner en funcionamiento una cadena redentora que da como resultado un bien mayor que el anterior.
Este año, como sucedió tan a menudo a lo largo de los dos milenios pasados, hay una infinidad de razones para dudar acerca de si poner la fe en la redención cósmica no es una esperanza vana, mucho más después de que el mundo ha sido testigo de tanto y tan desgarrador derramamiento de sangre en Tierra Santa. Luego de tales horrores, ¿acaso los sueños de un consuelo futuro no parecen baratos y absolutamente inadecuados?
Para los cristianos, la respuesta a unas dudas tan entendibles está en la misma persona de Jesús. Si él es quien dijo que es, entonces la reparación prometida de un mundo roto ya está asegurada. Esta certeza, entre otras cosas, es la razón de nuestra alegría en la festividad de la Navidad, cuando los creyentes conmemoramos la primera llegada de Jesús a la historia humana y anticipam0s su adviento. De acuerdo con el Nuevo Testamento, ese hecho culminante inaugurará “el tiempo para restaurar todas las cosas”.
Si esto es así, entonces el último acto de la historia de la humanidad, y de nuestro mundo, no implicará ruptura ni descarte, sino reparación. Y en ambos casos el resultado será un estado final que no será meramente algo tan bueno como si fuera nuevo. Gracias a la “culpa feliz” de Adán, será mejor.
Traducción de Claudia Amengual