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CajaAhora tengo más de ochenta años, y ya pasaron veinticinco años desde que salí de Pyongyang. Desde la guerra de Corea, cuando apenas sobreviví a los intensos combates contra las tropas estadounidenses, mi vida ha sido precaria. Todo lo que quiero ahora es ver al pueblo de Corea del Norte viviendo en libertad y en el amor de Jesús, aunque solo sea por un día. Esta es mi historia.
Escuela dominical
Mi madre tuvo ocho hijos en total, pero perdió dos por causa del sarampión. Temprano en las mañanas del domingo, ella solía despertarme —solo a mí, el menor de todos—, y lavarme con agua calentada en una tetera, vestirme con ropa limpia y cortarme las uñas de manos y pies. Luego sacaba cenizas de la chimenea de la cocina y pulía las monedas para la ofrenda de la iglesia, hasta que brillaran antes de ponerlas en mi bolsillo. Me diría que me mantuviera derecho y cantara fuerte los himnos en la escuela dominical. Todavía puedo recordar sus palabras:
A lo largo de otra semana
Dios nos ha protegido en nuestra debilidad.
En este día feliz, amado amigo,
con gusto tomo tu mano.
Vamos a alabar la gracia de Dios,
Vamos a estudiar la Palabra de Dios.
El nombre de mi madre era Lee Geum-nyo, que significa: «mujer de seda». Como su nombre, era tan tierna y buena como la seda. Era una costurera hábil y hacía ropa para todos en el vecindario. Siempre que la gente necesitaba ropa hecha con materiales que eran difíciles de trabajar, como la seda o el ramio, el trabajo le llegaba a ella.
Desde el tiempo en que tuve edad suficiente para estar consciente, mi madre sufrió de una enfermedad crónica (resultó ser cáncer). Una dura noche de invierno —yo tenía catorce años—, miraba a sus hijos uno tras otro. Luego, de repente, me abrazó y oró: «Padre Dios, ¿por qué me llevas ahora tan pronto? ¿Cómo puedo dejarlos tan jóvenes? Por favor cuida de mis hijos. Por favor permite que mi hijo menor se convierta en pastor». Mientras ella oraba, sus cálidas lágrimas caían sobre mis mejillas. Esa noche mi madre murió, tenía cuarenta y cinco años de edad.
Guerra
Dos años después, temprano en la mañana del 25 de junio de 1950, nos despertamos con la noticia de que Kim Il-sung, el líder de Corea del Norte, emitiría una transmisión especial. Mientras hablaba, su característica voz ronca se llenó de agitación:
Esta madrugada, el ejército títere surcoreano cruzó el paralelo treinta y ocho en una sorpresiva invasión de nuestro país. Nuestro valiente Ejército Popular los hizo retroceder hasta la frontera y los está empujando hacia el sur. Convoco a todos los ciudadanos a levantarse como uno solo en esta guerra santa para hacer retroceder al ejército títere. ¡La victoria será nuestra!
Recién había terminado el onceavo grado. A partir de ese día, en cada escuela o lugar de trabajo, se exhortaba a la gente a unirse al ejército, y todos los días había ceremonias de ingreso. En mi escuela preuniversitaria, todo el cuerpo estudiantil se unió al ejército tan pronto como se hicieron los exámenes físicos. Me enlisté en el recién formado cuerpo de la marina de Hamgyong del norte, y fui enviado directamente a combatir.
Cinco meses después, tras un día de combate a lo largo de las colinas cubiertas de nieve, me refugié en una casa aislada al pie de una montaña. Mis botas de algodón estaban congeladas. La anciana que vivía ahí me preparó una fogata y me dio un poco de pan de habas. Mientras tragaba, ella me estudiaba cuidadosamente y al final dijo:
—Tú eres de una familia cristiana, ¿no es así, soldadito?
En ese tiempo, los cristianos estaban sujetos a una severa vigilancia y persecución. Su pregunta me sorprendió.
—¿Por qué lo dice, abuela?
—Lo dice tu rostro. No puedes engañar a una vieja diaconisa.
De repente, le conté a ella toda mi historia: cómo había creído en Jesús desde mis primeros días, cómo había perdido a mi madre cuando tenía catorce años, y cómo, mientras estaba muriendo, me había suplicado que me convirtiera en pastor.
Cuando terminé, me agarró de la mano y dijo: «Amado hijo, oremos: "Señor, por favor no permitas que este joven soldado muera en el terrible campo de batalla. Debe cumplir el último deseo de su madre y convertirse en pastor. Por favor, protégelo. Permite que viva para hacer la obra que te agrada"».
Tan pronto como amaneció, los disparos comenzaron de nuevo. Esa mañana, durante un feroz combate, fui impactado por la metralla en mi cabeza y piernas. Mi último pensamiento antes de perder el conocimiento fue preguntarme por qué ese pegajoso líquido caliente fluía de mi cabeza.
Cuando desperté ya no estaba en el campo de batalla. Mi cabeza y piernas estaban bien vendadas, y todo a mi alrededor eran soldados heridos. Sentí un intenso dolor en la cabeza, y cuando traté de tocarla, encontré un trozo de papel que habían dejado junto a mí, decía:
Yo vivía al lado de tu casa antes de irme a la escuela de medicina. Ahora soy una enfermera del Ejército Popular. Espero que pueda salvar tu vida al ponerte en un tren rumbo a China. Necesitas sobrevivir. Te veré en casa.
Choi Suk-jong, 3 de diciembre de 1950.
El soldado en la cama de al lado me había estado mirando todo este tiempo, y me dijo:
—Me alegra que finalmente hayas despertado, estuviste inconsciente por tanto tiempo que me preguntaba si ya te nos habías muerto.
—¿Dónde estoy?
—En el hospital militar de Changchun, en China. Te trajeron hace diez días. Las Naciones Unidas hicieron una gran bombardeo ese día y resultaron muchos heridos. Solo regresaban a los que podían sobrevivir con tratamiento. Enterraban al resto en una gran fosa junto con los muertos. Cuando revisaron tu tarjeta de identificación para anotar que habías muerto en combate, Choi Suk-jong supo quién eras y los hizo subirte al tren. Ellos dijeron que no podían recibir soldados que estuvieran casi muertos, pero Choi les dijo que eras su hermano menor, y le suplicó al oficial al mando hasta que le permitió ponerte en el compartimiento de carga. Incluso te amarró con cordel para que no te cayeras, y te puso un pañal. Estarías muerto si no fuera por ella.
Recordé a Choi Suk-jong, estaba en el coro de nuestra antigua iglesia. Cuando terminó la guerra, la busqué por todos lados, pero nadie sabía dónde estaba. Más tarde supe que al día siguiente de ser transportado, un bombardeo mató a casi todos en el hospital de campaña.
El siguiente mes de julio, fui dado de baja del ejército debido a mi discapacidad, todavía tengo metralla en la cabeza, cerca del cerebro, aunque fue descubierta por un cirujano después de veinticinco años. Me enteré que en Corea del Norte Kim Il-sung había reabierto las universidades y estaba reclutando estudiantes, así que yo y otros dos recibimos recomendaciones y partimos hacia Pyongyang, la capital de Corea del Norte.
Una vez que llegamos a la frontera, viajamos en la carga trasera de un camión por la provincia de Pyongyang. De repente fuimos impactados por un ataque con bomba. Volamos por el aire y nos estrellamos en la tierra. Me desperté sintiéndome todo frío, y me di cuenta que me había metido de cabeza en un arrozal. El camión explotó en pedazos. Uno de los hombres estaba muerto, su cabeza se estrelló con una roca al borde de la carretera. El otro simplemente había desaparecido, nunca lo encontraron.
Solo ahora, me arrastré hasta llegar a Pyongyang después de dos semanas. Allí encontré el Departamento de Educación en un refugio subterráneo antibombas en el área de Moranbong. Me recibió un hombre que parecía un delegado del partido. Un coreano nacido en Rusia, que había sido enviado por Stalin para ayudar en la reconstrucción de Corea después de que terminó la ocupación japonesa. Cuando supo que había estudiado ruso en la escuela preuniversitaria, me inscribió en el colegio de maestros para especializarme en ruso y se convirtió en mi mentor, asesorándome en ruso. Después de que me gradué, me recomendó para una posición de profesor.
Mi estudiante: Kim Jong-il
Me había casado y era profesor cuando conocí a Kim Jong-il. Hoy en día se le recuerda como un cruel dictador; pero, cuando lo conocí la primera vez en 1959, era un joven tímido con cabello esponjado y mejillas que se tornaban rojas brillantes cuando estaba avergonzado. Su padre, Kim Il-sung, me pidió que lo examinara en ruso, ya que decía que su destreza en ese lenguaje era muy precaria. (Kim Il-sung había combatido en el ejército soviético, así que hablaba con fluidez el ruso.) Llamé al joven a la oficina del director, donde le hice el examen oral.
Cincuenta años después, todavía recuerdo las oraciones que le pedí traducir al ruso a Kim Jong-il: «Amo y respeto a mi padre. Después de graduarme de la escuela preuniversitaria, pienso ingresar a la Universidad de Kim Il-sung. Me gustan las películas más que los deportes».
Mientras luchaba por responder mis preguntas, sus mejillas se pusieron carmesí y su frente perlada de sudor. Parecía muy joven e inocente, nada arrogante ni engreído por ser el hijo de Kim Il-sung.
Después del examen, Kim Il-sung me ordenó darle a su hijo clases privadas de conversación en ruso. Nuestras clases continuaron hasta el año próximo, y el joven trabajó duro. Cada día, cuando terminaba la clase, me acompañaba a la puerta y ponía en mi bolsillo chocolates rusos o cigarros chinos. Después de decirle que no fumaba, me dio dulces chinos en lugar de cigarros.
Su «graduación» tuvo lugar en una velada cultural rusa durante la Conferencia Nacional de Maestros Rusos. Kim Jong-il recitó el poema de Pushkin: «Camino de invierno». Su recitación fue hermosa y oportuna: afuera soplaba una violenta tormenta de nieve. La audiencia lo aclamó con voz ensordecedora, gritando su nombre ruso: «¡Kim Yura, Kim Yura!». Corrió hacia mí, me abrazó y estalló en lágrimas. Estaba tan orgulloso de él que también lloré.
La última vez que me encontré con Kim Jong-il fue veinte años después, en 1978, en la celebración del trigésimo aniversario del establecimiento de Corea del Norte. Yo estaba sobre la plataforma del primer ministro en la Plaza Kim Il-sung, junto con el viceministro del exterior, preparando la recepción del primer ministro chino. Más tarde en esa noche, Kim Jong-il apareció sobre la plataforma y me habló un poco. Cuando se iba, estrechó mi mano, la agitó con fuerza, y dijo: «Vamos a encontrarnos de nuevo, necesitamos vernos otra vez».
Moscú
Cuando Seúl ganó su candidatura para realizar los Juegos Olímpicos de 1988, se disparó la conciencia del mundo sobre Corea del Norte y del Sur. La Unión Soviética había patrocinado por mucho tiempo al régimen comunista de Corea del Norte, pero ahora comenzaba a tomar con mayor seriedad la relación. Las universidades soviéticas comenzaron a abrir departamentos de idioma coreano. Como no tenían suficientes instructores coreanos calificados, muchos académicos soviéticos inundaron Pyongyang para aprender coreano. Fui uno de los pocos profesores norcoreanos calificados, así que gran parte del trabajo recayó en mí.
Para esa época, ya tenía décadas de experiencia en la enseñanza de idiomas y conocía muchos trucos para hacer atractivo el coreano. Los rusos disfrutaban de mis clases y estudiaban con diligencia. Pronto, sin embargo, comenzaron a quejarse de las aulas desgastadas y los apartamentos incómodos, y exigieron que me enviaran a Rusia para enseñarles coreano allá. Con bastante sorpresa, el partido estuvo de acuerdo, y en 1988 me enviaron a Moscú como profesor de intercambio.
Muy pronto se difundió la noticia entre los estudiantes de que las clases del nuevo profesor de coreano era fáciles y efectivas. Después de cerca de dos meses, agentes de la inteligencia surcoreana también escucharon sobre mis clases y establecieron contacto conmigo. Me sugirieron desertar de Corea del Norte al Sur, pero me negué. Tras muchos años como profesor en Corea del Norte, incluyendo mi actividad como tutor privado para familiares de Kim Il-sung, no tenía ningún interés en abandonar a mi familia.
Cuando rechacé sus ofertas, los agentes surcoreanos localizaron a mi hermana mayor, de la que no sabía nada por muchos años. Durante la guerra, ella había escapado a Corea del Sur en un barco de la marina estadounidense, y finalmente se estableció en Chicago; yo había perdido las esperanzas de volver a verla. Ahora los agentes surcoreanos habían hecho arreglos para reunirnos. Su repentina llegada a Moscú en noviembre de 1991 comenzó una cadena de eventos que pusieron mi vida en confusión.
Ella ahora tenía setenta años de edad. Cuando tomé su mano y pensé en el viaje tan difícil que había hecho para verme en el crudo invierno, me puse a llorar. Se quedó una semana, y pasamos nuestro tiempo juntos principalmente llorando. Mientras tanto, traté de guardar las apariencias, llegando puntual a la universidad todos los días, y siendo cuidadoso de que nada pareciera fuera de lo normal.
Al día siguiente que regresó a los Estados Unidos, recibí un mensaje urgente de la inteligencia norcoreana ordenándome salir de Rusia el próximo día y regresar a Pyongyang. Después me enteré de que el contacto ruso-surcoreano que guió a mi hermana era un agente doble. Le había informado a los norcoreanos todo lo que hicimos, lo que dijimos, incluso lo que comimos durante nuestra semana juntos.
Decisión
¿Qué debería hacer? Sabía que si regresaba a Corea del Norte como me ordenaron, lo mejor que podía esperar era perder todo por lo que había trabajado y que me enviaran a un campo para prisioneros políticos. Lo más probable era que enfrentaría un pelotón de fusilamiento. «¿Por qué te reuniste con un enemigo de la nación? ¿Desde hace cuánto tiempo has estado en contacto con espías surcoreanos?» Me torturarían y me incriminarían con toda clase de crímenes.
Lo que haría mi sentencia incluso más severa era el hecho de haber ocultado la existencia de mi hermana a las autoridades durante cuarenta años. El gobierno de Corea del Norte todavía ve a los Estados Unidos como el enemigo, y si hubieran sabido que tenía un pariente viviendo allí, me habrían tratado como una persona de carácter sospechoso y prohibido asistir a la universidad o vivir en Pyongyang. Aparte del cargo de espionaje, ahora podían probar que también había falsificado los registros familiares para ocultar la existencia de mi hermana.
Mi mente daba de vueltas. Si desertaba, mi familia podía estar en peligro, al igual que los colegas que me habían dado referencias sobre mi carácter. Pero, por otro lado, sabía que si regresaba para enfrentar el castigo, de todos modos ya estaban en peligro.
Una complicación adicional era la situación política global. Justo en ese momento, en las últimas semanas de 1991, la Unión Soviética se estaba desintegrando, lo que empeoró la posición de Corea del Norte. En Europa, los gobiernos comunistas estaban cayendo uno tras otro; en Rumania, el dictador Nicolae Ceaușescu, amigo íntimo de Kim Il-sung, fue fusilado. Mientras tanto, los anteriores gobiernos divididos de Alemania, Vietnam y Yemen, ahora se estaban reunificando, y parecía probable que Corea del Norte también, pues el régimen de Kim Il-sung pronto colapsaría, permitiendo la reunificación de mi país. Los agentes surcoreanos me aconsejaron que si desertaba, podía esperar a salvo hasta que eso sucediera, y luego regresar con mi familia.
Tenía veinticuatro horas para tomar esta dolorosa decisión. Pensé en mi esposa en Pyongyang, en cuánto lloró cuando me fui a Rusia y me dijo que regresara a salvo.
Mi amada esposa. Ella y yo nos conocimos en la universidad y nos casamos en 1955, cuando Pyongyang era una ciudad en escombros. Me apoyó cuando estaba mental y físicamente quebrantado por la guerra. Habíamos tenido juntos dos hijos y dos hijas. También habíamos experimentado la pérdida: nuestro hijo menor, Hunchol, había muerto de cáncer cerebral antes de graduarse de la universidad. Pero los demás hijos crecieron saludables, y habíamos sido felices, éramos una familia feliz y contenta. Ahora teníamos cinco nietos.
Cuando viajé a Rusia, mi esposa escribió en mi cuaderno con letras grandes: «Zapatos, tela y algodón para hacer cobertores, lentes para leer». Estos artículos eran difíciles de conseguir en Corea del Norte, y ella quería asegurarse de que me acordara de comprarlos en Rusia. Los lentes para leer eran para ella, los zapatos eran para los nietos, y la tela era para hacer un cobertor para nuestra hija menor. Ya había comprado todos los regalos tan pronto recibí mi primer cheque en Rusia.
¿Qué pasaría ahora con mis nietos? Recordé cómo, antes de mi partida, habían reído con expectación cuando marcaron el contorno de sus pies sobre hojas de papel, para que el abuelo pudiera comprar el tamaño correcto...
No dormí esa noche. Seguí viendo los rostros de mi familia y mis estudiantes. Finalmente, decidí ir al sur.
Al día siguiente, en lugar de ir al trabajo, fui a una casa de seguridad preparada por la inteligencia surcoreana, mi vida en la clandestinidad había comenzado. Tan pronto como desaparecí, los servicios de la inteligencia rusos y norcoreanos comenzaron una frenética cacería en mi contra, bloqueando todos los muelles y aeropuertos.
La casa de seguridad surcoreana estaba justo al lado de la Embajada de Corea del Norte. Afuera de mi escondite, las calles estaban repletas de agentes. Pero, como dice el refrán: «Es más oscuro bajo la lámpara», nunca se imaginaron que me escondía debajo de sus narices. Después de seis meses, los norcoreanos desistieron de la búsqueda, y los agentes surcoreanos difundieron rumores de que la mafia rusa me había desaparecido.
Los surcoreanos me dieron el pasaporte de un ruso-coreano y me disfrazaron para parecerme a su fotografía. En junio de 1992, me subieron en un avión hacia la costa occidental de Rusia, luego me pusieron en un barco con destino a Corea del Sur. Antes de dejar el muelle, agentes rusos de seguridad registraron la nave buscando mercancías de contrabando y polizones. El dueño del barco me dijo que me subiera hasta la punta de la chimenea y me escondiera en el espacio estrecho, donde permanecí durante cinco horas hasta que se fueron los agentes. Cuando salí, apenas estaba vivo, mi rostro estaba negro por el humo y la ceniza y cubierto de lágrimas.
Estaba tendido en mi estrecha litera cuando finalmente sentí que el barco comenzó a moverse. Ahora sabía que nunca regresaría a casa. Los rostros de mi familia vinieron uno tras otro y me atormentaban hasta que pensé que perdería la cabeza. ¿Por qué había escogido este camino? Seguramente hubiera sido mejor regresar y todos juntos ir al campo de prisioneros. Mi corazón estaba lleno de agonía.
Después de dos días, el barco atracó en Masan, Corea del Sur.
Huelga de hambre
Cuando desembarqué en Corea del Sur, los agentes de inteligencia se reunieron conmigo y, tan pronto como abordamos el tren hacia Seúl, comenzaron a interrogarme:
—¿Por qué viniste aquí?
—¿Por qué vine aquí? Ustedes le pidieron a mi hermana hacer todo el recorrido desde los Estados Unidos. Hicieron imposible para mí regresar a Pyongyang. Me dijeron que si desertaba, mi familia estaría a salvo.
—¿Cometiste algún delito grave en Corea del Norte? ¿Fue por problemas de dinero? ¿Dijiste algo reaccionario?
Tenía una sensación de presentimiento, pero no me preocupé mucho. Quizá —pensaba— no han sabido nada sobre la naturaleza de mi escape, y todo se va aclarar una vez que llegue a Seúl. Pero cuando llegué allí, me llevaron a una prisión secreta donde continuó el interrogatorio.
—Debes divulgar tu identidad a la prensa. ¿Quiénes son esos alumnos tuyos que garantizaron tu carácter?
Me quedé atónito. Había desertado con la condición de que mi identidad se mantuviera en secreto, era la única cosa que podía hacer para limitar el daño hacia aquellos que dejé atrás. Y ahora, en el momento en que llegué a Corea del Sur, hicieron caso omiso de su promesa. Todos los días me hacían la misma pregunta una y otra vez:
—¿Por qué viniste?
Ahora tenía que hacerme esta pregunta. ¿Por qué tuve que arriesgar mi vida para venir a Seúl? Mi tiempo en Rusia con mi hermana, sus lágrimas y oraciones, eran un recuerdo distante.
Con el tiempo respondí:
—Bueno, ahora parece que no debería haber venido aquí. Sus agentes me trajeron aquí; si hay algo que no sepan de mí, tampoco yo lo sé. A partir de ahora voy a estar en huelga de hambre. No tengo nada más que decirles ni de escuchar de ustedes. Si muero aquí en silencio, al menos no será tan malo para mi familia y mis alumnos».
Una vez que me preparé mentalmente, ni siquiera tuve hambre cuando me trajeron la comida. Después de una semana, mi mente estaba difusa. Parecía mejor morir que continuar con esta existencia cobarde. Finalmente, cuando estaba a punto de morir, los agentes cedieron. Rompí mi ayuno solo después de conseguir su firme promesa de no divulgar mi nombre a la prensa. Esto fue dos semanas después de haber dejado de comer.
Empezar de nuevo
Borré los cincuenta años que había vivido en Corea del Norte, y comencé una nueva existencia con un nombre nuevo. Mi viejo yo murió con mi nombre y fue enterrado para siempre en mi memoria, pero no fue nada fácil adaptarse a la nueva sociedad. Cada día me preguntaba por qué había venido. Había perdido la esperanza en la nueva vida que había elegido. ¿Qué debía hacer en este desconcertante país? Más que nada, estaba lleno de resentimiento en contra de la gente que se había molestado en conseguir a mi hermana desde los Estados Unidos para traerme aquí. Estaba indignado de mí mismo por ponerme en sus manos. Mis remordimientos y amarguras me mantenían despierto muchas noches.
Los meses pasaron. Entonces, un día, escuché que Kim Jong-il, mi antiguo estudiante, había ordenado fusilar a toda mi familia.
La noticia de sus muertes me desgarró el corazón. Sus rostros colgaban ante mis ojos: la esposa que había compartido mi vida, los hijos e hijas que habíamos criado, nuestra nuera, nuestros cinco cariñosos nietos...
No podía perdonarme por estar involucrado en sus muertes. Mi huelga de hambre para ocultar mi identidad había sido todo un esfuerzo inútil. Perdí todo deseo de vivir. Muchas veces estuve determinado a suicidarme. Cada vez que pensaba en Kim Jong-il, se apoderaba de mí la ira y la amargura. El odio era todo lo que me quedaba.
Por mucho tiempo luché para encontrar mi lugar en Corea del Sur. Siempre tenía temor por mi seguridad, y sin acostumbrarme a esta nueva forma de vida con tantas opciones. Con el tiempo, encontré la ayuda de Kim Hyun-ja, una mujer que había conocido primero en Rusia. Nos conocimos mejor y en 1994 nos casamos. En 2003 nos mudamos a los Estados Unidos.
Pronto las universidades me pidieron dar conferencias sobre Corea del Norte, y comencé a poner más y más esfuerzo en el trabajo de la reunificación. Cada mañana, mi esposa y yo leíamos la Biblia y orábamos juntos. Un día oré:
—Señor Dios, Kim Jong-il ha matado de hambre a cientos de miles de mis compatriotas y ha convertido mi patria en un infierno viviente. Por su propio poder, hizo que fusilaran a toda mi familia, pero sigue viviendo sin ninguna pena. Permite que lo parta un rayo y lo lleve a juicio. Oro en el nombre de Jesús. ¡Amén!
Mi esposa dijo:
—No puedo decir «Amén» a esa oración. Creo que Dios ama incluso a Kim Jong-il.
—Puedes creer como quieras, pero ¿No es Dios un Dios de justicia? Si lo es, ¿no debe juzgar a Kim Jong-il?
—Sí, es un Dios de justicia, pero también es un Dios de amor. Tú debes perdonar a Kim Jong-il.
Así que en ese día, cada uno dijimos «Amén» a nuestras propias oraciones. Este desacuerdo entre nosotros duró por un año entero.
El cambio llegó un día cuando leíamos juntos el libro de Éxodo. Me llamó la atención las palabras: «Dios endureció el corazón del faraón». Quizá, pensé, Dios usa personas como el faraón —personas como Kim Jong-il— para sus propios propósitos.
Fue entonces cuando supe que tenía que perdonarlo. Me llevó una dura lucha hacerlo. Pero cuando la superé y pude perdonar a Kim Jong-il, una gran paz vino a mi corazón. Después de eso, mi esposa y yo pudimos orar juntos otra vez. Todos los días oramos por él.
Como resultado, en 2007 decidí escribirle una carta. Aquí adjunto una parte:
Estimado Presidente Kim:
Han pasado veintiocho años desde la última vez que hablé con usted en la Plaza Kim Il-sung. Desde entonces, he cambiado, usted ha cambiado, el mundo ha cambiado.
Después de salir de Pyongyang, viví diez años en Seúl y ahora estoy viviendo en la tierra del «enemigo eterno»: los Estados Unidos. No puedo cubrir todo lo que pasó en estos años con pocas palabras. Al principio, tuve bastante dificultad para comenzar de nuevo, el dialecto surcoreano era difícil de entender y a los refugiados norcoreanos no se les trata muy bien. Es duro acostumbrarse al capitalismo surcoreano. Me fue difícil encontrar mi lugar aquí, donde todo depende de a quién conoces y con quién fuiste a la escuela. Cuando estaba enojado o frustrado, cuando de repente extrañaba Pyongyang, siempre pensaba en usted. Si usted hubiera hecho de Corea del Norte un lugar digno para vivir, nunca habría tenido que venir aquí. Pero no quería ser enviado a uno de sus campos de prisioneros.
Mucha gente aquí lo odia. Al mirarlos, pienso en usted como un joven tímido con cabello esponjado, todo nervioso y temblando frente a la mesa de exámenes. ¿Cuándo fue que cambió tanto?
Toda Corea del Norte es una campo de prisioneros, ¿no es así? No existe libertad allí, solamente la libertad para confiar y obedecer a usted y a su padre. En toda Corea del Norte solo hay una persona que nació libre y goza de los derechos debido a un ser humano: usted.
Yo, que dejé Corea del Norte, oro por usted, quien hizo imposible que regresara con mi familia. Oro por usted porque soy su maestro, que todavía recuerda su tartamudeo en su examen de ruso. Oro para que se abra Corea del Norte. Oro para que usted se arrepienta.
Presidente Kim, no fue fácil para mí orar por usted, ¿cómo podría serlo? Perdí a mi amada familia por su culpa. Cuando llegué a Seúl, traté de ocultar mi identidad, pero supe que usted localizó a mis familiares y los ejecutó como contrarrevolucionarios. Si piensa que puede detener a la gente que huye de su país de esta manera, está muy equivocado.
Presidente Kim, cuando pensaba en mi familia, solía odiarlo tanto que casi me mata. La esposa que compartió toda mi vida, los hijos y las hijas que criamos juntos, nuestra nuera, nuestros hermosos nietos; no puedo perdonarme por estar involucrado en sus muertes. Muchas veces he pensado en suicidarme, y he pasado día tras día deseando morir.
Pero no quiero hablar de mis agravios contra usted. Ya tengo más de setenta años y siento que mi fuerza se debilita cada día. Antes de que envejezca demasiado, quisiera verlo otra vez. Ya no lo odio, aunque usted mató a mi familia, lo he perdonado.
Estoy vivo, y daré la fortaleza que me queda para que un día el evangelio de Dios se escuche en la tierra donde mi familia dejó su sudor, para que un día sea una tierra de educación que represente la envidia del mundo, y una tierra de fe que sea ejemplo para el mundo.
Su maestro de antaño
Kim Hyun-sik
Reconciliación
Cuando estaba en Seúl, dicté una conferencia sobre la guerra de Corea en el Instituto de Inteligencia Nacional ante un auditorio de oficiales de reserva, muchos de ellos habían combatido en la guerra. Les conté cómo me habían herido gravemente con la metralla en un ataque de morteros. Un hombre de la audiencia levantó la mano y preguntó:
—¿Recuerda cuándo y dónde fue herido?
—Por supuesto, ¿cómo podría olvidarlo? La batalla en las tierras altas de Yongan, en el norte de Hamgyong, en diciembre de 1950.
—Ah... Lo lamento mucho, yo fui un oficial en esa batalla, y comandaba los morteros.
Inclinó su cabeza y se disculpó con respeto. De repente, lleno de furia, me bajé del podio, lo agarré de los hombros y le grité:
—¡Tú la estás pasando muy bien, ¿no es así?, después de dejarme como estoy! ¡Mira mi cabeza, ve esta herida, he vivido por veinticinco años con metralla en la cabeza! ¿Tienes idea de lo mucho que duele todo el tiempo?
Estallaron la ira y la tristeza que había mantenido en el fondo durante décadas. Seguí gritándole, con ira y fuera de mi mente.
—Lo lamento, lo lamento. —Se quitó su cinturón y me lo entregó—: Recibí este cinturón en reconocimiento por mi servicio cuando fui dado de baja del ejército. Puede que no le consuele, pero ya que no puedo darle mi corazón, en vez de eso le doy mi cinturón. Por favor, acéptelo.
Se mantuvo frente a mí, con su cabeza inclinada, suplicando mi perdón. Tomé el cinturón en mis manos y lo perdoné. Todavía tengo el cinturón, y cada vez que lo uso, pienso en su calidez y humildad.
Tuve otra experiencia sorprendente, esta vez en los Estados Unidos.
En el verano de 2001, visitaba unos sitios de interés en Washington, DC, cuando llegamos a un barrio bien ordenado de casas de un solo piso. Todas las casas se veían exactamente igual, no como los vecindarios regulares. El guía me dijo:
—Estas casas fueron construidas por el gobierno para las viudas de los soldados estadounidenses que murieron en la guerra de Corea. ¿Nos vamos? —Lo seguí.
Muchos estadounidenses murieron en la guerra. No estaban acostumbrados a la dureza del clima. Muchos murieron por proyectiles, congelados a muerte por el frío, o murieron de hambre cuando se destruyeron las líneas de suministros.
Unos pasos más adelante, conocimos a una mujer anciana sentada en una banca con un niño que parecía ser su nieto. Me preguntó si era japonés. Le dije que era coreano, y me tomó la mano.
—Eres del país donde mi esposo está enterrado. No pudieron encontrar su cuerpo. Solo recibí una carta del gobierno. Pero sé que él está durmiendo en algún lugar de Corea.
Mientras veía sus ojos llenos de lágrimas, recordé el invierno de 1950 en el norte de Hamgyong, cuando nuestras tropas mantenían las tierras altas en Eoryongchon bajo el fuego constante de los morteros. Cada vez que aterrizaba un mortero, nuestros hombres caían muertos. Cuando se detenía el ataque, solo quedaban tres o cuatro hombres vivos de nuestro pelotón de cincuenta. El enemigo se movilizó ascendiendo hasta nuestra posición, pensando que todos estaríamos muertos. Cuando estaban a treinta o cuarenta metros de distancia, el sargento gritaba: «¡Preparen granadas, activen, lancen!».
Las granadas estallaban con estruendo y los soldados enemigos comenzaban a correr. El sargento y los demás los perseguían, lanzándoles más granadas. Yo no podía moverme. Justo frente a mí, un soldado estadounidense estaba rodando sobre el terreno, su cuerpo explotó a la mitad. La sangre salía a chorros por todas partes.
—Abuela, perdóneme. Yo fui un soldado norcoreano. Lancé granadas a su esposo y a muchos otros estadounidenses. Por favor perdóneme.
Incliné mi cabeza frente a ella. Pero no estaba enojada conmigo. Me tocó mis viejas heridas en la cabeza y el brazo:
—¿Qué tanto le dolieron estas heridas? Usted también debe haber sido impactado por nuestras armas. También yo lo lamento.
Tomó mi mano y oró. Mientras oraba, mi corazón quedó apacible. Sentí que las heridas en mi alma por disparar a soldados enemigos, por ser llevado al borde de la muerte por sus proyectiles, fueron lavadas por su oración.
Sentí que Dios me hablaba a través de estos dos eventos de coincidencia aparente. Quiso cambiarme, arrancar de mí las memorias manchadas con ira y desesperación, y abrirme a un nuevo mundo por medio del perdón y la reconciliación.
Mi anterior estudiante Kim Jong-il murió en 2011, hasta donde sé, sin haberse arrepentido. Pero todavía anhelo la reunificación de Corea. Sucederá solamente cuando nos perdonemos unos a otros y nos aceptemos mutuamente en amor.
Necesitamos el mismo amor que Dios me mostró a través de la viuda de un soldado estadounidense. No se trata solo de juntar dos territorios que han sido separados. Debemos respetarnos y aceptarnos mutuamente, como dos ríos que confluyen. ¿Acaso no es eso la única reunificación verdadera? ¿No es eso lo que Dios quiere?
Traducción de Raúl Serradell
Kim Hyun-Sik fue profesor de Kim Jong-Il, el presidente de Corea del Norte entre 1994 y 2011. Enmigró a Estados Unidos en 2003, donde ha dado clases en Yale University como catedrático visitante y en George Mason University como profesor de investigación. Además, da conferencias sobre Corea del Norte en muchos ámbitos.