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CajaChicas trabajadoras
Las fábricas de sobreexplotación nunca desaparecieron
por Maria Hengeveld
lunes, 16 de marzo de 2020
El empoderamiento de las mujeres produce ventas y ganancias. Los mensajes para impulsar a las mujeres se han usado para promover de todo, desde zapatos y jabones para el cuerpo hasta autos, y por cierto se usan para publicitar los deportes internacionales. En febrero, la marca Nike lanzó su comercial «Dream Crazier», donde presenta atletas femeninas como Simone Biles, Serena Williams y Megan Rapinoe, con un mensaje inspirador: «una mujer corriendo un maratón era una locura... una mujer boxeando era una locura. ¿Una mujer encestando?, una locura. Entrenando a un equipo de la NBA: locura. ¿Una mujer compitiendo en un hiyab, cambiando su deporte, consiguiendo un doble corcho de 1080, o ganando 23 Grand Slams, teniendo un bebé, y luego volviendo por más? ¡Locura, locura, locura, locura, locura!
Nike ha estado en eso desde hace tiempo. De hecho, mi interés en la marca surgió originalmente hace algunos años cuando supe de los programas de «empoderamiento de las chicas» que la Fundación Nike, el brazo filantrópico de la compañía (ahora Fondo de Impacto en la Comunidad ), estaba promoviendo en economías emergentes como Uganda y Etiopía. Estos programas de empoderamiento femenino habían hecho a Nike muy popular entre los grupos de mujeres y las organizaciones de desarrollo. ¿Era la misma Nike que a mediados de la década de 1990 había sido atacada por feministas y activistas laborales por el abuso generalizado que existía en sus fábricas en el extranjero? ¿Y qué de las mujeres que fabrican actualmente los tenis y camisetas de Nike? ¿Qué tan empoderadas se sentían? En 2016 estas preguntas me llevaron a Vietnam, donde descubrí que, contrario a la imagen de Nike del poder femenino, la realidad es que sus fábricas siguen contradiciendo la libertad y el empoderamiento que celebran sus comerciales.
Entrevisté a Hao y tres compañeras suyas en una tarde calurosa de enero de 2016. Me reuní con las trabajadoras y un intérprete afuera de la única habitación que Hao comparte con su esposo e hijos, en una zona industrial cerca de Ho Chi Minh, la ciudad más grande de Vietnam. Nos sentamos en círculo en el suelo y hablamos sobre el trabajo de las mujeres en la fábrica de zapatos deportivos que suministra los tenis a Nike.
La historia de Hao era típica de las dieciocho trabajadoras, empleadas en cinco diferentes proveedores de Nike, que entrevisté ese mes. Ella quedaba exhausta por largas jornadas, la inmensa presión laboral, las humillaciones diarias cuando su trabajo se calificaba como demasiado lento o defectuoso, y el estrés asociado por tratar de cubrir sus necesidades con bajos salarios. Para el fin del mes, Hao a menudo tenía que pedir dinero prestado para pagar sus cuentas. «Vendo boletos de lotería durante mi descanso para comer», dijo, para ayudar a pagar las deudas. Sin embargo, era una actividad arriesgada: «Si mi jefe me sorprende vendiéndolos, podría despedirme». Hao había enviado a su hija de cinco años con su familia en el norte de Vietnam porque no podía darse el lujo de cuidarla.
No se les permitía irse al terminar sus turnos cuando las fechas de entrega estaban ajustadas, a pesar de que tenían que recoger a sus hijos de la escuela.
La planta de la fábrica es lo contrario al empoderamiento. Las mujeres me mostraron sus recibos de pago y los manuales de reglas de la fábrica que revelaban sanciones salariales ilegales, horas excesivas, y salarios cuatro veces más bajos de lo que necesitaban para dar a sus familias una calidad de vida decente. Las horas extras eran rutinarias, dijeron, no voluntarias. No se les permitía irse al terminar sus turnos cuando las fechas de entrega estaban ajustadas, a pesar de que tenían que recoger a sus hijos de la escuela. De las diez madres con hijos pequeños con las que hablé, seis habían enviado lejos a por lo menos un hijo debido a su desesperación económica, y solo lo veían una o dos veces al año. Estas mujeres estaban atrapadas en un callejón sin salida, al tener que separar a sus familias en un esfuerzo por mantenerlas unidas.
Cuando confronté a Nike con mis hallazgos y les pedí que respondieran a las reivindicaciones de las mujeres, no parecieron estar particularmente sorprendidos ni preocupados. «La transformación lleva tiempo»: me escribieron, sugiriendo que, aunque los empleos no eran dignificantes ni bien remunerados —ni conforme a los estándares de sus campañas de «empoderamiento»—, los estándares laborales en el sector de la confección en Vietnam eventualmente evolucionarían hacia los del mundo desarrollado.
Nike es solo una de las muchas marcas transnacionales y comerciales, incluyendo a Gap y H&M, que forman parte de un sistema diseñado para reducir los estándares laborales. Nike seleccionó a Vietnam, un país cuyas leyes prohíben las huelgas y derechos laborales de los grupos independientes, como su destino principal para contratar mano de obra. Las reivindicaciones y la impotencia de Hao y sus compañeras no son una anomalía, sino un resultado calculado de un sistema diseñado para reprimir la lucha de los trabajadores por empleos dignos. Al priorizar los bajos costos de producción y hacer negocios con países con las protecciones laborales más débiles, marcas como Nike, Zara, Gap y H&M, crean el ambiente de alta presión y desempoderamiento descrito por Hao y sus compañeras.
Como muestra la historia de la propia industria de la confección estadounidense, el mejoramiento de las condiciones laborales nunca ha «evolucionado eventualmente». Los sindicatos y las huelgas son cruciales. Una de las huelgas más famosas y efectivas, el «levantamiento de las veinte mil», fue encabezada por la inmigrante ucraniana Clara Lemlich en la ciudad de Nueva York en noviembre de 1909. El trabajo se había vuelto insoportable para decenas de miles de trabajadoras, muchas de ellas adolescentes, que trabajaban arduamente en fábricas de explotación laboral en el bajo lado este de la ciudad. Los salarios eran tan bajos como cuatro dólares por semana, el trabajo excedía las sesenta y cinco horas, las fábricas eran peligrosas e insalubres, y el acoso sexual era generalizado. Líderes sindicales como Lemlich sabían que la única manera de demandar lo justo de las ganancias y obligar a sus patrones a mejorar las condiciones de la fábrica era utilizar su poder colectivo como trabajadoras para poner en paro a la industria.
Y eso fue lo que hicieron: durante casi tres meses, entre veinte y treinta mil trabajadoras de la industria de la confección enfrentaron el congelante invierno de Nueva York y marcharon por las calles del bajo Manhattan para demandar lo que merecían. Como describe Annelise Orleck, historiadora del trabajo femenino, en su estudio Common Sense and a Little Fire (Sentido común y un poco de fuego), los patrones, respaldados por la policía de la ciudad, emprendieron toda clase de medidas crueles y violentas contra las huelguistas. Setecientas mujeres fueron arrestadas durante la huelga, y las autoridades de la ciudad las describieron como alborotadoras, inmorales y desagradecidas. Lemlich misma fue arrestada diecisiete veces y la policía le rompió con garrotes seis costillas.
Pero, respaldadas por su sindicato, aliados ricos, y una cobertura favorable de los medios, las mujeres persistieron. Contrariamente a lo que los líderes sindicales hombres pensaban que era posible desde el principio, la huelga logró muchas de sus metas, incluyendo el reconocimiento del sindicato, una semana laboral de cincuenta y dos horas, y aumentos salariales. El éxito de la huelga demostró que la acción colectiva en la industria de la confección era tanto posible como efectiva, y dio lugar a una ola de huelgas de confección en otras ciudades.
El éxito del alzamiento desempeñó un papel importante en mejorar las condiciones de las fábricas en la industria. Pero su trágico fracaso también jugó un papel importante. Varios dueños de fábricas, entre ellos Max Blanc e Isaac Harris de la Triangle Shirtwaist Factory, rechazaron las demandas de las huelguistas para corregir los peligros en la seguridad laboral. El 25 de marzo de 1911, un año después de la conclusión de la huelga, estalló un incendio en el octavo piso del edificio, y ciento cuarenta y seis trabajadoras de Triangle, muchas de las que habían participado en la huelga, murieron calcinadas o al saltar del edificio.
Las muertes del incendio en Triangle, y la ola de huelgas desencadenadas por el alzamiento, impulsaron el movimiento obrero y forzaron el mejoramiento de las condiciones de trabajo en todo el país. Como escribe Annelise Orleck, Lemlich y sus compañeras activistas: «estuvieron en el ojo del huracán que en 1919 había logrado organizar en sindicatos a la mitad de todas las mujeres trabajadoras de la industria de la confección». Posteriormente, gran parte de la legislación progresista que adoptó el presidente Franklin D. Roosevelt, fue creada o inspirada por las defensoras de los derechos laborales femeninos que habían presenciado, o perdido amigas, en el incendio. El mejoramiento de las condiciones no se produjo por una evolución inevitable, sino por la sangre y valentía de las trabajadoras neoyorquinas de la confección.
Hoy día, igual que hace un siglo, la industria de la confección de prendas prefiere jovencitas y mujeres para el trabajo. Como dice el esteriotipo, los «dedos ágiles» de las mujeres están equipados naturalmente para el trabajo fino en la producción en serie. Mucho más importante, se les considera más dóciles y menos propensas a generar problemas que los hombres. Como le dijo un jefe de personal en una fábrica de Taiwán a la antropóloga Linda Gail Arrigo: «los trabajadores varones jóvenes son demasiado inquietos e impacientes para realizar un trabajo monótono sin valor profesional. Si están descontentos sabotean las máquinas e incluso amenazan a los encargados. Pero ¿las chicas?, cuando mucho se quejan un poco».
¿Cómo encaja este entendimiento sexista con la militancia de Clara Lemlich y las decenas de miles que lucharon por sus derechos a principios del siglo xx? No encaja para nada: las trabajadoras de la confección siempre han luchado por sus derechos. La diferencia entre 1909 y hoy es que, mientras en aquel entonces la violencia contra las trabajadoras ocurría frente a las bien vestidas clases media y alta, actualmente la mayoría de las acciones colectivas de los trabajadores, y los métodos que se usan para reprimirlas, ocurren en gran medida fuera de la vista de los consumidores.
El modelo de subcontratación global crea una distancia esencial entre los gerentes de las marcas occidentales que realizan los pedidos y los gerentes de las fábricas que mantienen los costos laborales lo más bajos posible. El trabajo sucio de reprimir a los sindicatos ha sido subcontratado en el extranjero junto con las costuras laterales de las camisetas, y nunca ha sido más fácil para las marcas hacerse de la vista gorda.
A pesar de estos obstáculos, las trabajadoras de la confección en Vietnam, Bangladesh, y en otras partes, han salido a las calles para demandar un trabajo digno y salarios justos. En Vietnam, en 2008, alrededor de veinte mil trabajadoras de fábricas subcontratadas que eran proveedoras de Nike se declararon en huelga por mejores sueldos y condiciones laborales. Los gerentes despidieron por lo menos a siete mujeres por instigar la acción colectiva. Cuando un grupo laboral clandestino instó a Nike para que ayudara a que las mujeres fueran recontratadas, poniendo presión sobre sus subcontratistas, Charles Brown, entonces director principal de Nike para el cumplimiento de la responsabilidad corporativa global, se escudó detrás del régimen restrictivo de Vietnam. «Es importante —escribió en respuesta— que las trabajadoras entiendan los límites de sus derechos legales y los derechos y obligaciones del empleador en Vietnam», incluyendo, señaló, el derecho de los empleadores de despedir trabajadoras en huelga cuando no se presentan a trabajar en cinco días. Brown hace que la falta de derechos laborales en el país suene como una lamentable sorpresa. En realidad, Nike había elegido Vietnam precisamente porque las trabajadoras carecían de las herramientas para empoderarse a sí mismas.
La historia de Nike, en cuanto a la cadena de suministro y las opciones para subcontratar mano de obra en el extranjero, ilustra cómo funciona la «carrera hasta el fondo» bajo la globalización corporativa. Uno de los primeros destinos de subcontratación de Nike en la década de 1970 fue Corea del Sur, un país entonces bajo un régimen militar, que concedía a los trabajadores pocas oportunidades para organizarse. Como describieron en su momento Barbara Ehrenreich y Annette Fuentes en Ms. Magazine, y Ruth Pearson y Diane Elson en Feminist Review, las trabajadoras, que en su mayoría vivían en habitaciones cercanas a las fábricas, enfrentaban condiciones extremadamente nefastas. Min Chong Suk, una operadora de máquinas de coser, escribió de jornadas laborales de dieciséis horas al día, salarios de hambre y peligros para la salud: «Cuando [las aprendices] sacuden las hebras sueltas de las prendas, toda la habitación se llena de polvo, y es difícil respirar. Desde que hemos estado trabajando en un ambiente tan polvoriento, se ha incrementado el número de personas que contraen tuberculosis, bronquitis y enfermedades oculares». Para Min Chong Suk, parecía que «nadie sabe que nuestra sangre se disuelve entre hebras y costuras, entre suspiros y pesares».
La mayoría de las acciones colectivas de los trabajadores, y los métodos que se usan para reprimirlas, ocurren en gran medida fuera de la vista de los consumidores.
Los intentos de acción colectiva de las trabajadoras coreanas fueron violentamente aplastados en por lo menos un caso por «escuadrones de acción armados con barras de acero y cubetas de excremento humano», irrumpieron en la oficina de la organización de las mujeres, «destrozaron el equipo de oficina y a las mujeres les embarraron con excremento el cuerpo, el cabello, los ojos y la boca».
Cuando las mujeres lograron la victoria, consiguiendo un modesto incremento salarial e incluso contribuyendo al derrocamiento del régimen militar, Nike les dio la espalda. «En respuesta a la nueva confianza del activismo de las trabajadoras surcoreanas —escribe Cynthia Enloe— la compañía de tenis deportivos y sus subcontratistas comenzaron a cerrar muchas de sus fábricas en Corea del Sur a finales de la década de 1980 y 1990. ...Habiendo perdido esa clase especial de control en los lugares de trabajo que solo un régimen autoritario podía ofrecer», Nike y otros ejecutivos europeos y estadounidenses de tenis deportivos se trasladaron a Indonesia, China y Tailandia.
A principios de la década de 1990, el «destape de los talleres de sobreexplotación» con la exportación de fábricas a Indonesia, Vietnam, Tailandia, Honduras y otros países, finalmente obligó a las marcas a enfrentar la otra cara de su modelo de subcontratación de mano de obra en el extranjero: el riesgo del daño a su reputación. Resultó que los consumidores no querían usar tenis ni camisetas fabricadas en talleres de sobreexplotación, y vieron como inaceptable el enfoque no intervencionista del modelo de subcontratación. Grupos de activistas, estudiantes y consumidores hicieron responsables a las marcas.
Inicialmente Nike negó la responsabilidad. Preguntaban: ¿Por qué deberían ser considerados responsables de las prácticas en los lugares de trabajo de sus socios comerciales indonesios? Nike argumentó: somos una compañía de zapatos, no las Naciones Unidas. Además, un vocero señaló: «Los salarios pueden ser bajos, pero es mejor que no tener trabajo». La alternativa para estas mujeres —sugería— «sería cosechar pulpa de coco bajo el sol tropical». Aunque la presión de los consumidores ha motivado a marcas como Nike a implementar sistemas de supervisión en las fábricas (que han sido criticados como débiles, ineficaces y secretos por los sindicatos y expertos en derechos laborales), el argumento de «un empleo malo es mejor que el desempleo» todavía se invoca con frecuencia para justificar las condiciones bajo las cuales se hacen los productos y las ganancias.
Por supuesto, Nike no está sola en este enfoque. En 2003, un reportero del Huffington Post le preguntó a Biagio Chiarolanza, director ejecutivo de la marca italiana de moda Benetton, sobre el papel de su compañía en el colapso de la fábrica Rana Plaza en Bangladesh, un accidente industrial que cobró la vida de más de mil ciento treinta y cuatro trabajadores de la confección y que, al igual que el incendio de la fábrica Triangle en 1911, hubiera sido absolutamente prevenible. Chiarolanza le dijo al periodista que los subcontratistas de Benetton, no la propia compañía, tuvieron la culpa. Si se considera en aislamiento de la cadena de producción como un todo, este argumento podría convencer a algunos. Pero cuando el sufrimiento y explotación de los de abajo se entiende directamente relacionado con las ganancias de los de arriba, y como un problema de distribución más que el inevitable resultado de la subcontratación, resulta más difícil de justificar. De la misma manera en que el mortal incendio en Triangle fue prevenible y un resultado innecesario de una relación de poder asimétrica, el desastre de Rana Plaza fue el resultado de un sistema empresarial global diseñado para poner a los gobiernos y empresas de los países más pobres en una competencia despiadada de unos contra otros para conseguir las inversiones y negocios occidentales.
Si aceptamos la excusa de que un «empleo malo es mejor que el desempleo», debemos aceptar los desequilibrios extremos de poder en las modernas cadenas productivas de la moda como naturales e inevitables, en lugar de verlos como lo que son: un sistema de explotación deliberadamente diseñado que debe ser transformado de manera radical.
La búsqueda de mano de obra barata continúa. Hoy día, está llevando a muchas marcas a un país que no tiene un salario mínimo oficial para los trabajadores del sector privado: Etiopía. En 2017, pasé varias semanas en este país de África Oriental y, con el apoyo de socios de investigación locales, recogí testimonios de más de cuarenta trabajadoras de la confección de cuatro fábricas que suministran a H&M y PVH, la compañía propietaria de Calvin Klein y Tommy Hilfiger.
En el mayor proveedor etíope de H&M, las trabajadoras informaron de horas extras no remuneradas de hasta cincuenta y seis horas por mes. Una mujer de veintitrés años en esta fábrica relató que con frecuencia faltaba a las clases en la escuela nocturna porque su jefe no la dejaba salir al terminar su turno. Cuando de todos modos se iba, la multaba con un día completo de salario. Sus recibos de pago y los comprobantes de nómina que tenían ella y sus compañeras, revelaban que solo se les pagaba una fracción de sus horas extras. Aunque el salario promedio por hora de las trabajadoras entrevistadas en la fábrica era dieciocho centavos, algunas ganaban tan poco como doce centavos por hora, cuando se tomaban en cuenta las horas extras no pagadas. Horas de trabajo excesivas, acoso sexual, presión laboral extrema, y un ambiente de trabajo tan caliente y contaminado de polvo que las trabajadoras con frecuencia se colapsaban frente a sus puestos de trabajo: la similitud con los atropellos de 1909 es impresionante. La única manera en que progresará el comercio de prendas de vestir será cuando las trabajadoras encuentren nuevas maneras de desafiar y corregir el desequilibrio de poder que las marcas y distribuidores, con el apoyo de las elites políticas, han intensificado de manera deliberada.
La ironía de la filantropía del «empoderamiento» de la Fundación Nike es que el verdadero empoderamiento es exactamente lo que Nike se niega a respaldar en sus propias operaciones. El trabajo de su fundación no es una generosa inversión en los derechos de las mujeres, sino una inversión empresarial inteligente para restaurar la imagen de la compañía. Después de todo, poner dinero en su fundación y su departamento de comunicaciones, les cuesta mucho menos que garantizar que las trabajadoras reciban como pago un salario bastante alto para mantener unidas a sus familias. Las campañas filantrópicas y las iniciativas de «responsabilidad social corporativa», sirven para arreglar la disyuntiva entre la compañía a la que los consumidores quieren comprarle y la que ellos condenan moralmente.
El argumento de «un empleo malo es mejor que el desempleo» todavía se invoca con frecuencia para justificar las condiciones bajo las cuales se hacen los productos y las ganancias.
Sin embargo, fue el empoderamiento colectivo, a través de los sindicatos, huelgas, y la aplicación de las leyes laborales, lo que mejoró las condiciones de las fábricas en Estados Unidos entre 1910 y 1940. Hoy día, las marcas no temen a los sindicatos, porque han subcontratado mano de obra en países donde los sindicatos independientes son débiles o ni siquiera existen. Lo que temen las marcas y distribuidores es la exposición negativa: ha demostrado ser una de las muy pocas cosas que los obliga a hacer lo correcto.
Esto es precisamente por qué nosotros, y los políticos que nos representan en el escenario global, ya no debemos seguir desviando la mirada. Más bien, deberíamos buscar nuevas estrategias para corregir los desequilibrios de poder responsables de la explotación innecesaria y los accidentes mortales en las fábricas donde se producen nuestros tenis y camisetas. Eso significa usar nuestro poder como votantes y consumidores para exigir nuevas clases de relaciones y acuerdos comerciales, acuerdos comerciales que requieran derechos laborales fuertes y salarios dignos para vivir. Como Clara Lemlich, cansada de la discusión sobre sí o no emplazar la huelga, dijo: «Soy una chica trabajadora. Una de las que están en paro contra las condiciones intolerables. Estoy cansada de escuchar oradores que hablan en términos generales. Estamos aquí para decidir si nos vamos o no al paro. Ofrezco la resolución de que se declare ya una huelga general».
¿Horas humanas? Locura. ¿Salarios dignos para vivir? Locura. ¿Libertad del acoso y la humillación? Locura. ¿Permiso por maternidad? Locura. ¿Poder de negociación colectiva y derecho a huelga? ¡Locura, locura, locura, locura y locura!
Traducción de Raúl Serradell
Maria Hengeveld es escritora y estudiante de doctorado en la Universidad de Cambridge.