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    No existen dragones buenos

    ¿Debería leerle cuentos de terror a mis hijos cuando ya saben que el mundo no es seguro?

    por Stephanie Ebert

    lunes, 17 de febrero de 2025

    Otros idiomas: English

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    “Y entonces, los conejos se dieron cuenta de que había un dragón en las montañas, y…”

    “Uno bueno”, mi hijo de cinco años interrumpe el cuento para dormir que le estaba contando acerca de una familia de conejos y sus aventuras. “El dragón es bueno. No es un dragón que asusta”. Concedo que es un dragón amigable, y continuo con la lectura.

    Mientras apago las luces del dormitorio de mi hijo y prendo la alarma contra robos, reflexiono cuan fácilmente di el brazo a torcer ante su pedido. ¿A qué edad se es demasiado joven para enfrentar el peligro en una historia? Los psicólogos nos han dicho que los cuentos de niños son importantes para el desarrollo en la infancia. Me autoconvenzo de ello. Creo en el poder de las historias que hacen crecer la valentía de un niño. ¡Claro que sí! Sin embargo, ahora que soy madre, veo a mi yo de cinco años en sus ojos, y me pregunto si estoy dispuesta a forzar a mis hijos en este camino oscuro. Si no quieren cuentos de miedo, ¿realmente necesitan brujas, duendes y dragones?

    Fui criada por padres misioneros evangélicos en Sudáfrica en los 90, y mis cuentos para dormir eran terroríficos. Desde biografías de misioneros, cuentos de hadas de George MacDonald, a cuentos de personas dejadas atrás durante el arrebatamiento, mi imaginación estaba poblada por demasiadas ideas tétricas como para que la ida al baño en mitad de la noche fuera una aventura segura.

    Dragon on a wall

    Amy Bernays, Nuestra tarde, obra colaborativa con arte infantil, 2021. Todo el arte de Amy Bernays. Usado con permiso.

    Leíamos las Crónicas de Narnia, claro, pero la Bruja Blanca era hasta amigable comparada con la Hechicera de Tales of the Kingdom (Cuentos del Reino), la trilogía de David y Karen Mains. Estas historias, llenas de guerreros valientes, niños heroicos, y un rey camuflado redimiendo una ciudad, hicieron más para formar positivamente mi visión del reino de Dios que cualquier otra saga. Pero la Hechicera pirómana que esclavizó una ciudad junto a quemadores y rompedores, villanos que capturaban niños y los marcaban con atizadores al rojo vivo, también vivía en mi imaginación. Solía despertarme de una pesadilla, tiesa en mi cama, con el corazón en la garganta. Obligándome a correr al baño, imaginaba a los quemadores escondidos en las sombras, listos para atraparme. Los libros de Spirit Flyer de John Bibee narraban a niños con bicicletas voladoras luchando contra un malvado titiritero fabricante de juguetes que trabajaba para esclavizar a los niños del pueblo bajo el lema: “Mantén su miedo caliente y pegajoso”. Las historias son una cosa durante el día, y otra durante la noche cuando todos duermen y el único ruido es el de tu corazón latiendo. El miedo de verdad se vuelve caliente y pegajoso.

    Estos eran nuestros cuentos de hadas. Además, teníamos libros de no ficción, biografías de misioneros llenos de sufrimiento por Jesús. Sabíamos que Jim Elliot había sido asesinado con una lanza. Sabíamos que la esposa de William Carey se volvió loca y murió. Sabíamos que ser cristiano, especialmente del tipo misionero, significaba que Dios no te protegía de todo. Eran menos reales en mi mente las promesas de la presencia eterna de Cristo en el sufrimiento o el refrán de que “un día” en el cielo compensa por el sufrimiento de toda una vida que la decapitación de John y Betty Stam.

    Por este motivo, quizás los cuentos de dragones y duendes son más seguros que las historias de no ficción, pero como madre aún dudo. No estoy segura de querer llenarle la cabeza a mi hijo con imágenes de quemadores y rompedores acechando en el pasillo de camino al baño. No estoy segura de querer poblar sus sueños con hombres encapuchados y atizadores al rojo vivo, con hechiceras y trolls. Cuando mi hijo me dice que tiene miedo, le creo. Estas historias enseñan virtudes cristianas, encarnan verdades espirituales y recuerdan las hazañas de héroes cristianos de la vida real. Pero no estoy segura de querer ser yo quien le vierta ese miedo caliente y pegajoso por su garganta, ni atraparlo en su cama por la noche con brujas y demonios. Ya sé lo que diría G. K. Chesterton. No estoy implantando las brujas en la mente de mis hijos, ellas ya están ahí: “Los cuentos de hadas no dan al niño su primera idea del miedo (...) El infante conoce íntimamente al dragón desde que tiene imaginación”. Quiero creer esto: que no soy yo la que le da a mi hijo pesadillas con brujas y dragones. Pero habiendo sido yo misma una niña muy sensible, no estoy segura de que sea cierto.

    Wolf scaring a boy

    Amy Bernays, El lobo en su oreja, obra colaborativa con arte infantil, 2021.

    Desde luego que conocía otras historias de niña, mucho más temerarias que los dragones. En los 90, Sudáfrica por fortuna se había librado del apartheid y de la guerra civil que todos pensaban que se avecinaba. Pero había una afluencia de armas al país, desigualdad masiva y una epidemia de VIH/SIDA que hacía estragos, y la delincuencia violenta alcanzaba su pico. No eran historias que nos contaran mis padres, pero no podíamos dejarlas de oír.

    En la escuela los niños se asombraban unos a otros con lo que oían contar a sus padres en los braais (barbacoas) del fin de semana. Personas eran asaltadas a punta de pistola en los semáforos y obligadas a salir de sus coches. Mi amiga se despertó en medio de la noche y vio a una persona espiando entre las cortinas; cuando gritó, su papá expulsó al intruso de su propiedad. Cerré cuidadosamente las cortinas cada noche luego de eso. Los niños contábamos historias de robos de coches, allanamientos y asesinatos en granjas mientras intercambiábamos comida de nuestras viandas.

    De cierta forma estas historias eran más míticas que los mundos imaginarios de los libros que leía. Eran mitos en el sentido más profundo, historias contadas por adultos alrededor de fogatas como explicación y justificación de reacciones que de otro modo serían inexplicables. Servían como textos fundacionales al por qué estos adultos querían abandonar Sudáfrica. Le daban forma a los miedos enterrados que reaparecían entre tanto cambio social. Había pizcas de verdad en todos ellos, y aun así no eran una verdad completa. Como adulta, en la luz del día, puedo entender que la realidad es complicada. Puedo ver que para a algunos padres de mis amigos blancos, decir “no me siento seguro” es una forma de decir “no confío en las personas negras”. Pero de niña, cuando veía titulares sensacionalistas en los boletines de los periódicos sobre los postes de luz de camino a la escuela, no había nada complicado en ello. Si los delitos violentos les ocurrían a personas que yo conocía, también podían ocurrirme a mí.

    Reconociendo el sensacionalismo de las noticias, mis padres hicieron lo que pudieron para refugiarnos. Aun cuando las cosas eran legítimamente peligrosas, nos refugiaban. Cuando éramos niños pequeños a comienzos de los 90, previo al final del apartheid, a veces mi madre nos mandaba a construir casas con almohadones en el pasillo para protegernos de la tormenta. Continuamos con este juego en la primaria, pero solamente nos dimos cuenta de grandes que los “truenos” en realidad eran disparos. En la mesa no se hablaba de secuestros ni de crimen. Tenían suficientes amigos viviendo en zonas marginales como para estar al tanto de lo realmente peligroso, y confianza en que probablemente estábamos a salvo de lo peor. Creían que los delitos de unos pocos no podrían quitarnos la belleza de la libertad y reconciliación que la mayoría de las personas de nuestro país estaban experimentando. Entendían que cualquier violencia que ocurriese en un país libre era ínfima comparado con los años de violencia en manos del gobierno del apartheid. Y, sin embargo, seguíamos trancando las puertas, cerrando las ventanas en los semáforos, poniendo nuestras carteras fuera de vista bajo los asientos del auto.

    En definitiva, correr por el pasillo desde el cuarto hacia el baño no solamente implicaba esquivar terroríficos hombres con sombrero salidos de los libros de Sprit Flyer, o sombríos quemadores y rompedores. Había también una ventana sin cortina en el baño donde cualquiera podría asomarse a mirar para adentro. Se oían ruidos, crujían las tablas del suelo y el techo de madera al dilatarse y contraerse con el calor. ¿Había alguien más en el cuarto de estar, esperando a que me levantara? ¿Debía hacerme la dormida?

    El mundo está lleno de maldad, a la vista y a escondidas, real e imaginaria. No importa donde vivas. Y los que hemos sido bendecidos con una imaginación vívida deberíamos ser más discretos en lo que permitimos entrar. Quizás otros niños podrían leer sobre dragones, sentirse más valientes y seguir indemnes. Para mí, en cambio, los dragones eran vívidamente reales. Y ahora que mi hijo no quiere escuchar cuentos que dan miedo, me pregunto: ¿Debería ser yo quién lo fuerce?

    Painting of a ship

    Amy Bernays, Eurus, viento del este, obra colaborativa con arte infantil, 2021.

    Mi esposo y yo vivimos en Sudáfrica, y aunque ahora es todo mucho más seguro que cuando yo era niña, el año pasado sufrimos una serie de allanamientos en nuestra casa. Numerosas veces personas entraron en casa y se llevaron cosas, desde abrigos, computadoras a sobras de comida. Tuvimos polvo para huellas dactilares en nuestras ventanas, oficiales de policía deambulando por casa sin parar, a veces a las 2 de la madrugada. Casi me acostumbro al sonido de la alarma de nuestra cerca eléctrica, a la alarma de nuestra casa, a las luces blancas en mitad de la noche. Intenté pensar en mis padres, albergándonos en el pasillo de la mejor manera que podían, dándolo todo para preservar nuestra inocencia con un juego. Pero no se me ocurría cómo convertir esto en un juego. Por las mañanas mi hijo comenzó a esconder su chanchita antes de irse a la escuela.

    Tal vez había estado guardándome las historias de la Bruja Blanca y sus lobos, dragones y duendes porque sentía que era lo único que podía controlar. No puedo detener la invasión del mundo violento sobre sus sueños; no puedo alejar a un ladrón, ni los titulares sensacionalistas, pero puedo asegurarme de que no haya duendes en su pasillo. Puedo hacer que todos nuestros dragones sean buenos.

    Pero quizás entendí todo al revés.

    Quizás Chesterton tiene razón. Quizás en un mundo lleno de ladrones y de armas, muerte y adicciones, no necesito esperar para darle el regalo del miedo en las páginas de un libro. Quizás las historias asustan no porque la Hechicera dé miedo, sino porque el miedo, caliente y pegajoso, que mi hijo ya de por sí vive todos los días, puede encontrarse ahí también.

    Y quizás si mi hijo puede reconocer el miedo, también pueda reconocer el coraje. Porque en los cuentos de hadas nunca ganan los malos. Las bicicletas mágicas pueden volar, después de todo. Sus faroles iluminan la oscuridad, aniquilando serpientes comedoras de cenizas y titiriteros malvados. Chesterton continúa diciendo que “lo que los cuentos de hadas brindan a los niños es su primera idea clara de que es posible derrotar al malvado. Lo que ofrece el cuento de hadas es un San Jorge para matar al dragón”.

    Tal vez me había olvidado qué era lo que me levantaba de la cama para ir al baño cada noche, con el miedo ardiendo en el pecho. Porque, aunque el pasillo estaba lleno de criaturas malvadas, de cierta forma, noche tras noche, lograba atravesarlo. Los regalos de luz de esos mismos cuentos que me asustaban eran los que me ayudaban a lograrlo. Regalos de versículos de la Biblia, recitados como un encanto para expulsar mis miedos imaginarios: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” El conocimiento de que la Princesa Amanda en Tales of the Kingdom vencía dragones, así como el rey vencía a la Hechicera. El lema del libro “los que ven no tienen miedo”, invocado una y otra vez cuando mis versículos se acababan.

    Quizás olvido rápidamente que estas historias, llenas de peligro y oscuridad, también pueden ayudar a construir memorias de bondad y fortaleza. Como el recuerdo de Digory y Polly sobre Aslan en El sobrino del mago, quizás mis hijos pueden experimentar tanta bondad en una historia al punto de decir “mientras vivieron, si alguna vez se sentían tristes, asustados o enojados, el recuerdo de toda aquella bondad dorada, y la sensación de que seguía allí, muy cerca, justo al doblar la esquina o detrás de una puerta, regresaba y les proporcionaba la seguridad, en lo más hondo de su ser, de que todo iba bien”. Quizás las armas de la luz, como la espada de Peter o las flechas de Susan, y el conocimiento de que toda la grandeza de Aslan está siempre a la vuelta de la esquina, son dones lo suficientemente fuertes para llevar a mi hijo por el largo pasillo desde el baño hasta la cama.

    Luego de esta serie de allanamientos, nos fuimos todos de campamento. Sentados junto al fuego esa noche junté todo mi coraje y le dije a mi hijo: “vamos a leer una de mis historias favoritas. Y da miedo, pero es muy buena. Te vas a asustar, pero al final, todo estará bien”.

    Da miedo, pero Dios es bueno. Al final, todo va a estar bien. ¿No es ese el mensaje de nuestra esperanza cristiana en un mundo lleno de males reales e imaginarios? Abrí mi libro y comencé: “Había una vez cuatro niños cuyos nombres eran Peter, Susan, Edmund y Lucy…”.


    Traducción de Micaella Amarilla Zeballos

    Contribuido por StephanieEbert Stephanie Ebert

    Stephanie Ebert es una escritora que vive en Sudáfrica con su esposo y dos hijos.

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